Discurso con motivo del Doctorado Honoris Causa conferido por La Universidad del Zulia el 13-10-2011
A Lilia
“Los sentidos son limitados; la inteligencia débil y breve el espacio de la vida”. Así se expresa Cicerón y en el eco del tiempo nos lo reitera. Somos tiempo, tiempo que se acaba, repite el poeta mejicano Octavio Paz y no otra cosa es la conciencia que tenemos de los tiempos del hombre. En este reconocimiento nos hemos convocado gracias a la generosidad de un grupo de amigos y la buena disposición de diversas instituciones, y en particular mi alma mater, la Universidad del Zulia, siempre pródiga y generosa. Agradezco a mis amigos de las diversas universidades regionales que han tenido a bien acompañarnos en estas actividades. Las autoridades de La Universidad del Zulia, encabezadas por el Rector Palencia y la Decana de la Facultad de Humanidades y Educación, Doris Salas; así como a los miembros de la Asamblea de dicha Facultad y al Consejo Universitario que en forma unánime aprobó este reconocimiento. Agradezco al Rector Esparza y demás autoridades de la Universidad Rafaél Urdaneta. Igualmente al Rector Juan Mendoza y demás autoridades de la Universidad Alonso de Ojeda. Al Rector Calimán y demaś autoridades de la Universidad José Gregorio Hernández y al Rector Belloso, quien no nos acompaña por encontrarse fuera del país y demás autoridades de la Universidad Rafaél Belloso Chacín. Igualmente reitero mi profundo agradecimiento al Comité Organizador y al Comité de Honor, a la Universidad Católica “Cecilio Acosta” y a todos aquellos que se han involucrado de manera afectiva y efectiva. La Universidad, a pesar de sus particularidades termina siendo una sola, ella es universal y tiene vocación de trascendencia. Una institución milenaria, verdadera ciudadela del pensamiento crítico y plural. En ella la humanidad tiene su mejor herencia y aquí en el Zulia su mejor patrimonio. La Universidad es autónoma como sinónimo de libertad; para servir a la sociedad, siempre en proceso de reforma y siempre convocada al futuro.
La Universidad existe sin condición —como sostiene Jacques Derrida— y «hace profesión de la verdad, promete un compromiso sin límite para con la verdad». La Universidad debe asumir a plenitud la mundialización como un «estar» en el mundo y seguir contribuyendo a hacer el mundo desde las ciencias y las humanidades. De lo que se trata es de una nueva humanización desde la ética y desde el saber y sin permitir condicionamientos de ningún poder. La independencia y «el derecho mismo a decirlo todo» es su esencia y naturaleza identitaria básica y no otra cosa es la autonomía. Dice Jacques Derrida que,
“No obstante: la idea de que ese espacio de tipo académico debe estar simbólicamente protegido por una especie de inmunidad absoluta, como si su adentro fuese inviolable, creo… que debemos reafirmarla, declararla, profesarla constantemente, aunque la protección de esa inmunidad académica… no sea nunca pura, aunque siempre pueda desarrollar peligrosos procesos de autoinmunidad, aunque —y sobre todo— no deba jamás impedir que nos dirijamos al exterior de la Universidad —sin abstención utópica alguna—. Esa libertad o esa inmunidad de la Universidad, y por excelencia de sus Humanidades, debemos reivindicarlas comprometiéndonos con ella con todas nuestras fuerzas. No sólo de forma verbal y declarativa, sino en el trabajo, en acto y en lo que hacemos advenir por medio de acontecimientos.”
Libertad, Autonomía y Universidad son sinónimos. Frente a las diversas y múltiples amenazas apocalípticas del siglo XXI —el futuro siempre es así, amenazante y esperanzador al mismo tiempo—, se hace imperativa una nueva utopía universitaria desde las nuevas humanidades o un nuevo humanismo desde las ciencias sociales en función del pensamiento crítico, en un diálogo abierto de saberes y experiencias.
La reivindicación de la Universidad «esencial y eterna» frente a tantas limitaciones y desviaciones asumidas es entender que, en los últimos mil años, la historia de las universidades es la historia de la humanidad y viceversa. Cada época tiene su Universidad y sus Humanidades y su tecno-ciencia, es el horizonte histórico y cultural por excelencia, que define y hace posible una conciencia en desarrollo y permite la noosfera intelectual y técnica que define y propicia el progreso humano y alimenta nuestras esperanzas inmanentes.
En la confusión de los últimos tiempos, y particularmente en nuestro país, se ha confundido de manera deliberada para propiciar la manipulación política, la identidad de la comunidad académica con la comunidad laboral. La Universidad, primordialmente es una comunidad profesoral, ya que éste como profesor profesa una fe, un saber a crear y a comunicar y como maestro crea y domina un saber —«profesa un conocimiento con maestría», como insiste Derrida—, dirigido u orientado a los estudiantes, los cuales en el proceso del aprendizaje y el conocimiento como diálogo y alteridad contribuyen al acto creador de la verdadera educación, un crecimiento en acompañamiento de tipo existencial e instrumental, y a una sociedad o entorno que no se agota en lo local ni en lo nacional, sino que es global y universal, pero cuyos problemas específicos o propios demandan nuestro interés u ocupación teórico-práctico. La Universidad es conocimiento sin dogmas y a ello debe responder la autonomía para el gobierno de la Universidad, de la comunidad académica, de la organización de los estudios, de las relaciones hacia afuera así como el financiamiento y la administración no pueden estar condicionados sino a la identidad y los fines de la Universidad. Lucrar con la Universidad y la Educación es la negación misma de ambas. De allí que la distinción entre Universidad pública y Universidad privada termina siendo artificial e inconveniente, ya que ambas sólo pueden responder a un interés y a un servicio público.
Tampoco podemos prescindir de la idea del egresado universitario como un potencial profesional trabajador, formado en una profesión en busca de empleo y oportunidades. Cuando reducimos la inclusión solo al ingreso universitario y olvidamos la prosecución académica, el rendimiento y la calidad de los estudios, así como ignoramos el futuro empleo o el mercado laboral en su sentido más amplio, estamos configurando un fraude académico y una gran estafa social.
El desafío principal del siglo XXI para las universidades es la ambigüedad e insuficiencia del saber acumulado o la falta de discernimiento frente a la impresionante cantidad de información acumulada y trasmitida, así como los límites del conocimiento por venir, o, como dice Derrida, con humor e ironía «tómense su tiempo pero dense prisa en hacerlo pues no saben ustedes qué les espera».
Con este reconocimiento estamos en presencia de un acto gratuito, sin cálculos y sin segundas intenciones que son los únicos actos humanos que nos justifican.
Adherimos a la amistad, como un acto espiritual inexplicable, más allá de la frecuentación y las coincidencias. Empatía secreta de una fraternidad que nos trasciende, sustentada en diálogos y silencios. Abierta a la pluralidad y al disenso y a las cosas nuevas. Es futuro más que pasado y que nunca pretende “sumir en tinieblas el espíritu”. La verdadera amistad es inteligencia compartida y porqué no, esperanza que se nutre en una fe inquebrantable en el ser humano y nos obliga a ser “príncipes” en el sentido ciceroniano: “nunca es un funcionario, ni un poder ejecutivo, sino esencialmente un pedagogo, un orador, (un comunicador) y un filósofo para sus conciudadanos”.
Es costumbre humana que no califico, el homenaje a la senectud, quizás reminiscencia arcaica de la longevidad como signo de los dioses. En algún sentido, los homenajes atemorizan, es el reconocimiento pero también, antropológicamente hablando, es una ceremonia del adiós. A pesar de ello puedo confesar que si algún interés mantengo es en el futuro, pero acompaño a Séneca en la creencia de que “nadie puede gozar de una vida segura si se preocupa demasiado en prolongarla”. He tratado de vivir para el futuro, en apertura y en expectativa, raigalmente existencialista, he tratado de no agotarme en el estoico y epicúreo Carpe Diem. Creo tener plena conciencia de la memoria y del pasado. La historia fue mi aprendizaje más permanente, quizás por eso llegué a desconfiar de ella; con Paul Valéry descubrí su alquimia de cambiar y trastocar todas las cosas a conveniencia. En la educación y en la universidad agoté fundamentalmente mi periplo vital y cultivé una vocación pública y política como expresión irrenunciable de mi ciudadanía de hombre libre. La libertad es indisociable de la dignidad de cada ser humano, de sus responsabilidades y del pensamiento crítico y autocrítico y a pesar de todo nunca hay que sacrificar la esperanza. Con Albert Camus no creo en los ideales abstractos, creo en los seres humanos concretos, en la amistad y en la generosidad del amor incondicional. Amar sin cálculo y sin gratificación, con desinterés y entrega, es la amistad filosófica por excelencia y la realización humana más plena, en este sentido Lilia y mi familia han sido la mejor escuela. Lilia y yo profesamos el platonismo, por lo menos en la idea de que somos un alma en dos cuerpos. No creo en la multitud anónima y mucho menos en su condición de turba o jauría, masa inorgánica e irracional, presta a toda violencia y a toda ira. Los seres humanos somos redimibles en la medida que nos individualizamos y personalizamos y no hay revolución mayor, más duradera y eficaz que el descubrimiento maravilloso de devolver bien por mal; allí realmente fue cuando los seres humanos empezamos a caminar y a construir humanidad con el ejemplo del joven judío crucificado. No hay cambio real que no descanse en lo moral y en lo ético.
El proyecto humano es un proyecto educativo, es aprender a crecer como persona y como grupo. La educación institucional siempre tiende a ser deficiente, en particular cuando reproduce las inercias sociales y los intereses dominantes. El progreso es una posibilidad de la razón y particularmente a través del prodigio de la tecnociencia. Literariamente Prometeo y Fausto nos simbolizan muy bien, pero sin poesía, sin imaginación y sin bondad y humildad el progreso nos deshumaniza. Quizás ese es el secreto simbólico del Quijote, para vivir hay que estar loco pero para morir hay que recobrar el juicio. La enseñanza de Nietzsche, el filósofo por excelencia del siglo XX es lo contrario, vivió la agonía de lo racional y solo pudo sobrevivir refugiándose en la locura. Ese fue nuestro siglo XX, que todavía nos sigue asustando. El siglo XXI se nos presenta como una cruz astral, una encrucijada; frente a los múltiples desafíos: demográficos, ambientales, sociales, económicos, y políticos, el pasado sirve de poco. Sigue siendo válido aquello de inventamos o erramos. No podemos renunciar a la utopía, pero a sabiendas por lo vivido que la razón puede engendrar monstruos. Hay que volver a inventar repúblicas y democracias, en donde se asuma que el ciudadano es más importante que cualquier gobierno y la sociedad precede y predomina sobre el Estado. Abjuramos en política de los predestinados y de los mesiánicos, en la historia no son otra cosa que los héroes del horror y del miedo. La paz, la tolerancia y la convivencia es la base de todo proyecto humano civilizatorio, cuyo norte no puede ser otro que la justicia social y el bien común.
“No someterse al pasado ni al futuro, se trata de ser eternamente presente” dice Karl Jaspers, y es que para quienes venimos del siglo XX, se nos destruyó un mundo y muchos mundos y las explicaciones y teorías al uso ya no eran suficientes. Se nos redujo a un terrible presente de guerras mundiales, totalitarismos y crisis recurrentes y aquí en Venezuela y América Latina, como en una balsa de piedra vivimos anclados en nuestros arcaísmos y mentalidades mágicas y nuestros principales enigmas y dilemas siguen sin resolverse. Seguimos siendo la esfinge del continente perdido mientras revivimos cíclicamente rencores y frustraciones como si se hubiera perdido la capacidad de ordenar el caos y dejar de ser países del primer día de la creación. Para quienes venimos de la Venezuela desarrollista y optimista de la década del 50, 60 y 70 del siglo pasado el futuro fue un presente promisorio y perdimos la capacidad de anticipar y eventualmente evitar la crisis que se avecinaba y que lleva 30 largos años cabalgando nuestro destino. Fuimos y seguimos siendo sociedades desraizadas y de élites ausentes, según el decir de Vasconcelos, y en los últimos años, el desvarío despótico y el ilusionismo irresponsable nos ha convertido en una patria de expatriados, casi un millón en el exterior y muchos millones de exiliados internos asediados por el miedo, la angustia y la incertidumbre. Afortunadamente los seres humanos hemos aprendido a sobrevivir y está en nuestra naturaleza hacerlo, tal como lo describió con lucidez, en 1658, el médico inglés Sir Thomas Browne, citado por Javier Marías. “apenas recordando nuestras dichas y los golpes más agudos de la pena nos dejan tan solo punzadas efímeras. El sentido no tolera los extremos, y los pesares nos destruyen o se destruyen. Llorar hasta volverse piedra es fábula: las aflicciones producen callosidades. Las desgracias son resbaladizas, o caen como la nieve sobre nosotros; lo cual sin embargo, no es un infeliz entumecimiento. Ignorar los males venideros, y olvidar los muchos pasados, es una misericordiosa disposición de la naturaleza, por la cual digerimos la mixtura de nuestros escasos y malvados días; y, al no recaer nuestros liberados sentidos en hirientes remembranzas, nuestras penas no se mantienen en carne viva por el filo de las repeticiones”.
Hablar desde la altura de los años es un privilegio y un compromiso. Si lo hacemos desde la emoción solo quedan las lágrimas agradecidas y al hacerlo desde la razón y la reflexión, existe la posibilidad de una necesaria pedagogía para seguir aprendiendo a vivir. La vejez es un tema filosófico abundantemente tratado: desde Cicerón y Séneca, pasando por Montaigne y Simone de Beauvoir. Se ha escrito sobre ella con piedad y respeto pero también con ira y resentimiento. Dependiendo del abordaje podemos sacar conclusiones diversas. Cada vejez, existencialmente hablando, es única e intransferible y no es lo mismo la vejez del hombre que la vejez de la mujer, y mucho menos si la ubicamos en las diversas épocas y latitudes,o si se vive en una sociedad tradicional o en una sociedad moderna, pero al final lo importante no es la edad sino cómo se ha vivido y se sigue dispuesto a vivir.
Los seres humanos somos una incógnita, empezando por nosotros mismos. Nunca el retrato es completo y nadie llega realmente a conocer el corazón humano, éste es un privilegio de Dios. El retrato oficial es parcialmente verdadero y tiende a ser benigno; una vez a Jorge Luis Borges le dijeron que estaban denigrando de él y contestó: ojalá me hubieran consultado para que así se enteraran cosas terribles de mi. Lo primero es reconocernos en nuestra humanidad en donde méritos y pretendidas grandezas se diluyen en la cotidianidad. Esto lo sabía muy bien el poeta y místico Thomas Merton y particularmente en su libro Ishtar, crónica del último sobreviviente de una tribu indígena norteamericana que solo pedía que reconocieran su humanidad. Este es nuestro principal misterio y atributo, formar parte de una comunidad humana que por cierto, este Octubre llega a 7000 millones y quizás en nuestra evolución esto es lo más importante, reconocernos en la aldea global. Nadie conoce mi nombre, escribía James Baldwin, escritor negro norteamericano, quien después de huir toda una vida de sí mismo, descubrió que era lo que siempre había sido. Las diferencias existen para enriquecernos mutuamente y no para distanciarnos y separarnos.
Vivimos un tiempo nuestro que no escogimos. Padecemos un lugar impuesto y lo idealizamos desde nuestros afectos. Nuestro horizonte vital se multiplica tanto en los viajes reales como en los imaginarios. En mi mitología personal creo haber habitado alguna vez en Jerusalén, Atenas, Roma y París y fundamentalmente en las orillas de esta laguna llena de misterios o a la sombra de un matapalo. No importa donde profesamos nuestro silencio en ese sacerdocio de la soledad y el destino. Me asumo ciudadano del mundo, en la herencia libertaria y agónica de toda la historia humana y fundamentalmente en la cultura y el libro. Cada día intento volver a descubrir el futuro.
El tiempo siempre nos condena y nos absuelve. La memoria es un laberinto y un espejo; como en el cuento de Lewis Carroll, todos los caminos se cruzan y encuentran; todas las maravillas y todos los horrores, de allí la piedad que implica el olvido. La primera infancia es cuento e historiografía familiar, lo demás es arqueología, casi nunca conocida de la memoria traumática. Con las edades se impone la memoria lineal y cronológica como otra trampa de la razón y la costumbre. Con la vejez poco a poco se impone la retrospección, casi siempre emocional y re-creada. Y por último, nos diluimos en la memoria familiar y colectiva, hasta que, como diría Jorge L. Borges, nos diluimos en el olvido. No pretendo ser ni tema ni argumento sólo el futuro sigue motivándome entre otras cosas por aquello dicho por Solón: cada día envejezco un poco y cada día aprendo algo nuevo. Profeso el humanismo, en su definición heideggeriana de aspirar a vivir en las cercanías de Dios, es decir, inmerso en la humanidad, en sus conflictos y dolores, pero igualmente en sus esperanzas. Los desafíos existen para asumirlos y tratar de superarlos. Creo en el equilibrio y rechazo el fanatismo y el dogmatismo. No hay mayor libertad que reconocer nuestras limitaciones y errores y a pesar de ello, en nuestros días y trabajos, asumir las responsabilidades que nos tocan. Nuestro carácter en algún sentido define nuestro destino.
La Universidad ha sido mi ágora, agonía y plenitud de un compromiso concreto con la educación y el cambio necesario. Sin lugar a dudas seguimos fallando en el esfuerzo educativo, una educación de calidad para todos, verdadero secreto del progreso y del desarrollo. Vivimos el tiempo afortunado de la educación de todo para todos como lo quería el filósofo checo Comenio. La tecnociencia ha posibilitado la maravilla de educar a millones. La Universidad de Stanford acaba de ofertar un curso virtual a nivel mundial sobre Inteligencia Artificial y en la primera convocatoria se inscribieron 87.000 estudiantes. La Universidad del pasado y del presente cada día será más un anacronismo, propia de nostálgicos. El futuro es hoy y solo es posible si logramos integrarnos de manera activa y creativa a las nuevas sociedades del conocimiento. Los pueblos y las naciones tienen que aprender a relacionarse y convivir y renunciar a toda supremacía o pretensión hegemónica. Los pueblos han aprendido a movilizarse por la democracia y la justicia y a ser protagonistas y responsables de su propia historia, sin mesianismos engañosos y sin revoluciones ilusorias.
El siglo XXI tiene ante sí múltiples desafíos: el demográfico, ambiental y la pobreza no son los más fáciles de resolver por la complejidad y las interconexiones que implican, pero sin lugar a dudas el más urgente es desarmar la guerra y desarrollar la paz. El conflicto y la violencia hoy tienen el rostro del narcotráfico y el terrorismo además del viejo y tradicional militarismo armamentista que se sigue alimentando de las desconfianzas y rivalidades internacionales. El dilema es claro, o el fatídico choque de civilizaciones anunciado por algunos autores, o nos empeñamos en construir la paz sobre una cultura de la convivencia, el diálogo y la fraternidad sustentado en la justicia, los derechos humanos y el estado de derecho. La primera opción es la más probable si nos atenemos a la historia conocida; la segunda es la que nos toca construir pero para ello tenemos que cambiar usos y costumbres y mentalidades. Hay que empezar a derrotar en nuestra conciencia y cultura el fatídico ciclo del deseo mimético. Hay que aprender a unir lo desunido. Combatir la confusión que crean las ideologías y sustituir el temor y el miedo por la confianza y la esperanza. La tecnociencia y las maravillas mediáticas están allí, neutras en sí misma, su utilidad y uso dependen de nuestro discernimiento y libertad. Pueden ser destructivas o liberadoras según seamos suicidas o sabios. Es el ser humano concreto como ser moral el que va a determinar el futuro de la humanidad. Martin Buber calificó al siglo XX como el siglo sin Dios. Martin Heidegger había establecido que solo se salvaría si encontraba a Dios, todo lo cual me permite decir que este siglo XXI, prometeico y faústico, está en nuestras manos, como siempre ha estado la historia humana.
Ángel Lombardi
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