Las élites
tradicionales siempre entendieron que el poder político determinaba
la supremacía, aunque siempre el poder económico y político se
maridaban. Empezando el siglo XXI en América Latina se han
configurado nuevas élites político-económicas, surgidas o
fraguadas en las llamadas crisis que han caracterizado al continente
en los últimos 30 años. “apoyados en los recursos de un
presidencialismo centralista que concentra el poder, apalancado en
altos índices de popularidad, control de los medios de comunicación,
avanzan en procesos de reformas constitucionales para hacerse
reelegir indefinidamente, casi siempre en nombre de los pobres,
aprovechando los bajos niveles de escolaridad, creando dependencia
asistencialista y avivando emociones nacionalistas, se desbocan
llegando a niveles insospechados de abuso y concentración de poder
casi totalitario como en Venezuela y Cuba y le siguen, Correa, Evo
Morales, Ortega y Cristina, en Ecuador, Bolivia, Nicaragua y
Argentina.” (Revista Nueva Política, Nov. 2012). Lo que hace
particularmente peligroso al totalitarismo contemporáno es que, a la
inversa que el puro y simple autoritarismo, pretende gobernar en
nombre de los gobernados”. (Grondona, 1993).
En estos países se han
estructurado “élites funcionales” visibles: económicas,
burocráticas, militares y partidistas, fácilmente identificables,
con nombres resaltantes, por su posición, por su reputación y por
su influencia real en la toma de decisiones (R. Putman).
Estas élites
emergentes y liderazgos populistas no tienen ideología, aunque se
acomodan a la que más le convenga. Aventureros de la política y
oportunistas sin principios, siendo su único principio ser
oportunistas, estas realidades políticas, terminan creando un enorme
vacío en la vida pública ya que los más competentes y honestos
tienden a evitar el servicio público y el compromiso político
abierto, que no hay que confundir con la antipolítica, ya que esta
es simplemente una expresión de indiferencia y falta de compromiso.
De lo que estamos urgidos es de una “nueva política” que
incorpore plenamente a la sociedad civil como protagonista político
importante y obligue o motive a los partidos políticos a redefinirse
en función de los desafíos y retos del siglo XXI.
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