En un artículo anterior (“Una guerra anunciada” la Verdad, 15-02-2010) especulaba sobre una hipótesis de guerra en el medio oriente, debido a las pretensiones nucleares iraníes y la previsible y lógica reacción israelí.
Otra hipótesis de un conflicto a gran escala en Asia tiene que ver directamente con Al Qaeda y su pretensión de impulsar una onda secesionista en regiones de mayoría islámica de países pluriculturales y multireligiosos. El primer ensayo fue el levantamiento a mediados del 2009, en la provincia China de Sinkiang. El movimiento separatista afectará a toda Asia, desde el Mediterráneo al golfo de Birmania y particularmente a Kazajstán, Tayikistán, Uzbekistán y otros, incluido Pakistán. De ser esto cierto, toda Asia entraría en un proceso de inestabilidad peligrosa y el resto del mundo se vería afectado de una u otra manera, de allí que algunos autores hablan de una tercera guerra mundial (Bill Collins, Quinto Día, del 12 al 19-02-2010).
Nadie en su sano juicio desearía que esto ocurriera, pero si bien es cierto que la Historia no se repite, los seres humanos nos empecinamos en nuestros errores, así como nos negamos a aprender de los mismos. Pareciéramos empeñados en mantener viva la tradición bíblica de esa terrible metáfora que es la historia fratricida de Caín y Abel.
Si bien es cierto que la Historia Universal desde Polibio hasta Hegel viene a ser aquella cuyos acontecimientos nos afectan a todos y particularmente los de tipo bélico como si los textos de Historia sólo sirvieran para destilar sangre.
En este hipotético y problemático escenario, los factores de tensión en el continente asiático están focalizados en Al Qaeda pero igualmente en los talibanes de Afganistán y el fundamentalismo islámico presente en toda la región. Este equilibrio inestable y precario no puede ser garantizado por nadie y si a ello agregamos los múltiples intereses económicos y geopolíticos nos encontramos con un panorama tan complicado y riesgoso como el de la Europa de la primera mitad del siglo XX.
Frente a estas amenazas sólo es posible contraponerle una nueva conciencia fundamentada en una ética universal capaz de comprometer a gobiernos y a pueblos en una búsqueda permanente de la paz, la convivencia y la solidaridad. No hay otro camino si queremos seguir construyendo una civilización a escala planetaria a la medida del ser humano y sus mejores esperanzas.
Otra hipótesis de un conflicto a gran escala en Asia tiene que ver directamente con Al Qaeda y su pretensión de impulsar una onda secesionista en regiones de mayoría islámica de países pluriculturales y multireligiosos. El primer ensayo fue el levantamiento a mediados del 2009, en la provincia China de Sinkiang. El movimiento separatista afectará a toda Asia, desde el Mediterráneo al golfo de Birmania y particularmente a Kazajstán, Tayikistán, Uzbekistán y otros, incluido Pakistán. De ser esto cierto, toda Asia entraría en un proceso de inestabilidad peligrosa y el resto del mundo se vería afectado de una u otra manera, de allí que algunos autores hablan de una tercera guerra mundial (Bill Collins, Quinto Día, del 12 al 19-02-2010).
Nadie en su sano juicio desearía que esto ocurriera, pero si bien es cierto que la Historia no se repite, los seres humanos nos empecinamos en nuestros errores, así como nos negamos a aprender de los mismos. Pareciéramos empeñados en mantener viva la tradición bíblica de esa terrible metáfora que es la historia fratricida de Caín y Abel.
Si bien es cierto que la Historia Universal desde Polibio hasta Hegel viene a ser aquella cuyos acontecimientos nos afectan a todos y particularmente los de tipo bélico como si los textos de Historia sólo sirvieran para destilar sangre.
En este hipotético y problemático escenario, los factores de tensión en el continente asiático están focalizados en Al Qaeda pero igualmente en los talibanes de Afganistán y el fundamentalismo islámico presente en toda la región. Este equilibrio inestable y precario no puede ser garantizado por nadie y si a ello agregamos los múltiples intereses económicos y geopolíticos nos encontramos con un panorama tan complicado y riesgoso como el de la Europa de la primera mitad del siglo XX.
Frente a estas amenazas sólo es posible contraponerle una nueva conciencia fundamentada en una ética universal capaz de comprometer a gobiernos y a pueblos en una búsqueda permanente de la paz, la convivencia y la solidaridad. No hay otro camino si queremos seguir construyendo una civilización a escala planetaria a la medida del ser humano y sus mejores esperanzas.
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