jueves, 4 de septiembre de 2025

La Ideología de Trump

 

La Ideología de Trump: Nacionalismo, Poder y Miedo al Cambio

Como individuo, Donald Trump puede ser caracterizado como un “impresentable”, un caso psiquiátrico, un negociador gangsteril, pero realista y pragmático. Pretende imponerse siempre y ganar como sea, por las buenas o por las malas. En este sentido, es una persona de poder, acostumbrado al éxito, a tener lo que quiere y lograrlo sin límites morales ni principios. Una persona peligrosa, agresiva y manipuladora que, en mis relaciones personales, trataría de tener bien lejos. En palabras simples: un “maloso”, un tóxico, como se dice.

Pero el hecho de que haya sido electo dos veces presidente de su país —y la segunda vez por 77 millones de estadounidenses— y que además tenga tantos admiradores y seguidores en muchos países, en particular venezolanos de adentro y afuera, y en este confuso y errático espacio llamado América Latina, obliga a preguntarse: ¿qué representa y a quién representa? ¿Cuál es su ideología?

Llamarlo de “derechas” sería lo más fácil, pero en el siglo XXI, izquierda y derecha ya no significan lo mismo que en el siglo XX. Conservador o neoconservador lo es, en cuanto se identifica con un nacionalismo sectario, racista y xenófobo, WASP (blanco, anglosajón, protestante). Cree fanáticamente en el dios de América, aunque él, en lo personal, no es nada religioso. Cree en el destino manifiesto de Estados Unidos como “pueblo elegido” y en su propio destino personal mesiánico para “salvar América”, tal como lo dijo cuando sobrevivió al atentado durante la campaña electoral.

Su lema “America First” y el movimiento MAGA son su principal plataforma electoral y política. Los objetivos de su mandato: asegurar las fronteras frente a los “bárbaros” externos e internos y enemigos estratégicos, básicamente China. De allí la “fortaleza americana”, reproducción simbólica de los fuertes o cuarteles de frontera en la conquista del Oeste.

No solo se aspira a la primacía, sino a la hegemonía. Y para tal propósito, China es el principal adversario. Para ganarle, hay que fortalecer la economía de Estados Unidos y ganar la carrera tecnológica de la inteligencia artificial, la conquista del espacio y todo lo que haga falta para mantener una superioridad militar aplastante.

A mi juicio, esta es la ideología de Trump: un nacionalismo a ultranza, que lo emparenta con las ideologías ultranacionalistas totalitarias del siglo XX —fascista, nazi e incluso comunista— aunque en este último caso me refiero no al comunismo internacionalista y proletario de Marx, Lenin y Trotsky, sino al comunismo patriotero de Stalin y sus herederos, de la “madre Rusia”, el alma eslava y su Iglesia Ortodoxa, que hoy tan bien representa Putin, un autócrata con 25 años en el poder y sin ganas de dejarlo, aunque Rusia ya no sea un país de economía comunista.

Este “cóctel” ideológico ayuda a explicar los fans de Trump, dentro y fuera de su país. Una hibridación de ideas, emociones, creencias y presuntos “valores o principios eternos”. De allí esa recurrencia permanente a las palabras: dios, patria, orden, familia, tradiciones. Y el rechazo patológico a lo diferente, diverso, al pluralismo y la tolerancia, y la adhesión ciega a una identidad primaria, infantil y tribal.

En el fondo, en el inconsciente, esto es producto del miedo al cambio y al caos. Por eso las reacciones son agresivas frente a quien no piensa como ellos, poseedores de la “verdad única”. Todo el que disienta es el “enemigo” que tiene que ser combatido y anulado. Un llamado directo a la violencia.

Por eso el lenguaje que usan es agresivo y descalificador, y la violencia directa se justifica cuando lo creen necesario. En el fondo, toda ideología es una pretensión de justificación y legitimación del poder. Todo “ismo” es útil, y el más poderoso sigue siendo el nacionalismo, aunque el mundo marche indeteniblemente hacia la globalización o mundialización, en el sentido de la interconexión tecnológica, económica, cultural y social.

La paz es un problema de todos. El cambio climático igual. Los derechos humanos no responden a nacionalidades. Igual las libertades individuales, que incluyen el libre pensamiento y la libertad de creencias. Las economías cada vez más integradas. Los “muros” fronterizos y la exclusión no son la solución.

Historia y Política

 La historia es la multifacética realidad diaria, diversa y compleja, siempre en movimiento. La política es uno de los componentes de esa realidad, quizás el más visible, cuyo objetivo es expresar las necesidades objetivas de la gente y sus legítimos intereses, que en la práctica se traducen en la lucha por el gobierno y el poder.

La política es expresión del conflicto inherente al todo social y de los intereses divergentes o complementarios de los diversos sectores o grupos.

En un plano internacional global y complejo, la política se inserta como una necesidad inevitable de comercio, relaciones, convivencia o desencuentro, incluida siempre la posibilidad extrema de la guerra. Política interna y externa son inseparables y se retroalimentan. Toda política interior define la política exterior en el marco de un mundo de Estados nacionales.

Cada Estado expresa, plantea y protege sus intereses nacionales. Lo llamamos de manera simplificada “soberanía”, pero en el entendido de que esa soberanía no sea percibida como amenaza o agresión a otro Estado.

De darse una situación de conflicto y fracasada la diplomacia, todo se reduce a una relación de poder, y siempre gana el de más poder. Por una razón muy simple: la naturaleza de la política, que se sustenta discursivamente sobre principios y valores, y presuntas doctrinas e ideologías absolutas, pero que en la práctica de la disputa, la fuerza se impone y los principios son relegados.

La historia lo refleja de manera permanente, y la historiografía —siempre a posteriori— lo trata de explicar. Pero estas explicaciones realmente son interpretaciones, altamente contaminadas por la subjetividad e intereses del propio historiador y, lo que es inevitable, por su propio tiempo.

El presente siempre contamina el pasado, y el pasado, por muy parecido que sea con el presente, siempre es único, como único es cada presente.

La historia es lo humano, completo y diverso, uno y diferente, como definen las culturas y la antropología. En la historia no hay héroes ni dioses, sino seres humanos con virtudes y defectos.

El hecho de que destaquen algunos nombres por sus talentos, éxitos o atrocidades no debe confundirnos. Los motivos de los humanos son múltiples y complejos, y muy condicionados por su sociedad y su tiempo.

La codicia y la ambición forman parte de nuestra naturaleza, aunque tienden a presentarse disfrazadas. Igual el “deseo mimético”, inseparable del individuo y de las sociedades.

Ángel Lombardi

Un País Llamado Venezuela


Todos los venezolanos lo conocemos bastante bien. Es lógico: formamos parte de él. La suma de todas las generaciones que nos precedieron “hicieron” esta Venezuela nuestra, que nos da identidad y nacionalidad.

Aunque nuestros orígenes siguen en disputa, el mestizaje —fácilmente constatable, por lo menos antropológicamente— nos da una respuesta. Somos lo que somos. Somos nuestros territorios, usos y costumbres, locales, regionales y nacionales.

Somos una manera de pronunciar el español, con sus respectivos modismos. Territorio, idioma, usos y costumbres, cultura general compartida y una historia nos identifican, a nivel consciente e inconsciente.

Esta etnogénesis y etnohistoria, tan esquemáticamente expresada, se complica cuando nos planteamos el tema del conocimiento histórico profesional, con sus interpretaciones y variaciones, y sus relaciones con la memoria histórica colectiva y la conciencia histórica general.

En esta relación necesaria, dinámica, dialéctica y contradictoria, el mayor conflicto es entre el conocimiento histórico profesional —en ampliación y discusión permanente— y la historia oficial, que mantiene su inercia escolar y nutre el discurso oficial de los gobiernos de turno. Discursos absolutamente ideológicos y utilizados para legitimar la conquista del poder y su conservación.

Aquí es donde sufre grave daño la memoria histórica colectiva y la conciencia histórica general.

Eso explica, en parte, el frecuente extravío político de pueblos y sociedades, y el retraso permanente en llegar a la cita obligada con el futuro. Mariano Picón Salas lo vio muy claro cuando ubicó el comienzo del siglo XX venezolano en 1936. Creo verlo igualmente claro y repetido en este siglo XXI, que no termina de llegar a nuestro país.

Nos agota el anacronismo de más de lo mismo, empeorado. Ese nominalismo medieval de creer que la palabra demagógica, preñada de ilusiones y promesas, y la simple retórica política de un cambio y un futuro ideal, que prometiendo paraísos construye purgatorios e infiernos reales, en el aquí y el ahora.

Un país no es solo la suma de sus habitantes, recursos naturales, economía, sociedad, política, cultura. Es algo más. Es un sentimiento, una psicología, un pasado compartido, un presente y un futuro común.

Hoy, con ocho o nueve millones de venezolanos en emigración, hay dos Venezuelas que siguen siendo una sola por una o dos generaciones. Pero para quienes no regresen —por la razón que sea— y con otra nacionalidad, la segunda y tercera generación ya no serán venezolanos. Por la sencilla razón de que el pasado identifica, pero si el futuro lo encuentran en otra parte, esa es su nueva identidad, aunque las raíces, por un tiempo, puedan seguir siendo venezolanas.

La patria es patria cuando es un destino que nos agota en sus tres tiempos: pasado, presente y futuro.

La Paz Sucia: Reflexiones sobre la Guerra y la Geopolítica Contemporánea

 La revista italiana de geopolítica LIMES, en su último número, analiza lo que llama la paz sporca (la paz sucia), partiendo del principio de que la paz, en la historia, siempre ha sido una tregua entre dos guerras. Es la consecuencia inevitable del otro principio: “si quieres la paz, prepárate para la guerra”.

Dicho de otro modo, la guerra es una constante en la historia, y de allí lo afirmado por algunos autores con la llamada “trampa de Tucídides”.

La guerra termina siendo inevitable, hasta ahora, por motivos diversos. El más presente es la lucha por la primacía y la hegemonía: la tentación del más fuerte de avasallar y derrotar a posibles rivales. A esto lo hemos llamado historia universal, o historia de los imperios y civilizaciones.

Con el arma atómica y nuclear, a partir de 1945, y las nuevas tecnologías actuales —incluida la inteligencia artificial— se pensó que la guerra total debía evitarse, porque acabaría con la humanidad y todos perderíamos.

A pesar de esto, el llamado equilibrio del terror no ha eliminado las guerras. Más bien, se han incrementado y se han creado términos nuevos: guerras asimétricas, híbridas, proxy o indirectas, guerrillas, terrorismo, etc.

Tanto es así que, en este momento, hay medio centenar de conflictos en curso. Mediáticamente resaltan los focalizados en Ucrania y Gaza, pero en ellos están involucrados muchos países, en particular las tres principales potencias: Estados Unidos, Rusia y China.

El editorial de la revista LIMES hace un ejercicio sobre escenarios bélicos en curso y en los próximos años. El resultado es terrorífico, y por eso concluyen que solo un acuerdo de coexistencia pacífica y reparto de esferas de influencia entre Estados Unidos, China y Rusia podría garantizar cierta estabilidad global. Aunque seguirían existiendo conflictos y guerras a nivel regional, la última palabra siempre la tendrían las tres potencias citadas, particularmente las dos primeras.

Todo lo anterior nos lleva a una conclusión realista y desoladora: las guerras no las ganan quienes tienen razón o creen tenerla, las gana el más fuerte.

Ucrania, invadida, pierde la guerra, pierde territorios y queda destruida, desmembrada y repartida entre Rusia y Estados Unidos. Igual los palestinos: pierden la guerra y se van quedando sin territorio para crear un Estado Palestino.

En las guerras no hay empate. Unos pierden y otros ganan. Es así, y es injusto. Por eso se habla de “paz sucia”.

La historia está llena de ejemplos. Muy lejos estamos de la ilusión ilustrada de Kant y la paz perpetua.

Luchar por la paz es justo y necesario, y estamos obligados moralmente a ello. Pero el “hombre lobo del hombre” y la herencia cainítica siguen en nuestros genes, tradiciones y culturas. La violencia nos hace y nos deshace, y la política, inclusive, cae frecuentemente en la tentación de la violencia. Por ello también la política se vuelve sucia con bastante frecuencia.

En conclusión, y en función del realismo político y la experiencia de la humanidad, es preferible una paz sucia a seguir con el “matadero”. Es preferible una negociación imperfecta a una derrota definitiva.

En el arte se puede buscar lo perfecto. Igual en la filosofía idealista, en las creencias religiosas y en nuestra vida privada y social, estamos obligados a cultivar y practicar virtudes y valores. Pero lamentablemente, no hemos logrado abandonar, como especie, la ira y la rivalidad.

La competencia sin límites ni escrúpulos. La vanidad, la ambición y la codicia. El deseo mimético de desear lo que otros tienen o lo que cada uno cree merecer.

El que no entienda estas cosas de psicología elemental no ha entendido nada, y menos cuando se trata de guerras y conflictos políticos.

Quizás esta es una de nuestras limitaciones para entender el conflicto político nacional en curso desde hace dos décadas. La razón mágica pretende una solución o desenlace ahora y ya, a la medida de nuestros deseos e intereses.

En términos realistas, es preferible una negociación imperfecta, con concesiones mutuas —si no, no es una negociación— a una confrontación estéril, sin medir las fuerzas reales de cada sector o antagonista.

Las ilusiones son consoladoras, hasta que la realidad las convierte en pesadillas y tragedias.

 

Ángel Lombardi