Colón, navegante convencido de la redondez de la Tierra, intenta llegar a Asia por Occidente. Su itinerario comienza en España; navega hacia el sur, bordeando África, pasa por las Azores y Canarias, y enrumba hacia el oeste, adentrándose en lo desconocido, hasta que “tropieza” con islas y tierras que pronto se da cuenta que no pertenecen a Asia.
Poco después, a estas “nuevas” tierras las llamarán Orbe
Novo, luego Indias Occidentales. En 1508, un cartógrafo utiliza el nombre de
América porque había conocido algunas cartas escritas por Américo Vespucio que
hablaban de estas nuevas tierras que él estaba cartografiando, y utilizó la
frase “tierras de Americus”.
Miranda, Bolívar y otros, en los siglos XVIII y XIX,
pensaban que era injusto que el continente no llevara el nombre de su
descubridor. Por eso, Miranda archivaba sus papeles referidos a esta, su tierra
de origen, con el nombre de Colombeia, castellanizada por Bolívar en su
proyecto geopolítico de 1819 como Colombia. Esta no representaba la unidad del
continente iberoamericano, y mucho menos de América Latina, expresión que fue
inventada por Francia para legitimar su invasión a México y diferenciar esta
parte del continente de la controlada por ingleses y estadounidenses.
Esta tesis historicista y este nombre fueron usados por
primera vez por Eugenio María de Hostos en 1854, en una gacetilla de Nueva York
de un pequeño grupo que venía planteando la emancipación de Puerto Rico y Cuba,
todavía colonias de España.
Después, el modernismo y romanticismo literario y político
de finales del siglo XIX y comienzos del XX —con J. E. Rodó y otros, mediante
el movimiento arielista—, en plena expansión imperialista de Estados Unidos,
fijaron como denominación dominante lo de Latinoamérica y latinoamericano,
tratando de negar con ello la condición de hispanoamericanos.
En temas identitarios, siempre se “pelea” por el nombre.
Regresando a Colón: después del primer viaje, siempre bajaba
más al sur, y así es como “tropieza” con lo que él vio claramente y llamó “el
continente austral”, al encontrarse con la desembocadura del Orinoco. Pensó,
con lógica de navegante, que tal caudal de agua no podía venir de una isla,
sino de un continente.
Intuyó a Sudamérica desde nuestra tierra venezolana,
concretamente el oriente: Trinidad, Paria, etc. La llamó Tierra de Gracia, y le
impresionó tanto la naturaleza y la gente que, en su tercera carta, dice
expresamente que, siendo la Tierra redonda, tenía forma de pera, y la parte de
arriba —“como el pezón de una mujer”— era el lugar físico del paraíso de Adán y
Eva.
Quizás este sea nuestro mito nacional fundacional,
completado con la idea posterior de El Dorado y, en el siglo XX, del petróleo y
la idea de país rico.
Los mitos marcan una identidad y son indestructibles, aunque
hoy sabemos que con mitos no se progresa.
Ángel Lombardi
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