jueves, 26 de mayo de 2005

Cultura y Opinión Pública



En 1983 se oficializa la llamada crisis nacional con la devaluación de la moneda, proceso que ha continuado de manera abismal; la inflación  se instala de manera estructural y el ausentismo de las urnas electorales es creciente.
Los hechos de 1989 y 1992 son manifestaciones adicionales de un sistema político anémico (en su momento lo calificamos de idiotas gobernando indiferentes o de democracia boba) y de una sociedad crecientemente enferma. Elias Canetti habla de masas huérfanas y asustadas, sin alma, cuando paulatinamente se le retiran sus seguridades espirituales y materiales.
Las décadas de los 80 y 90 son las llamadas décadas pérdidas con las masas desorientadas y las élites ausentes. Es cuando la cultura se confunde con opinión pública y gente de  la farándula pretende dirigir el país, recuérdese el caso de Renny Ottolina y de manera mucho mas visible, el de Irene Sáez.
Políticos, gacetilleros y publicistas imponen su visión de país mientras que los creadores, poetas y artistas se repliegan. La educación se asume como una rama de la economía política y se abandona su condición de Paideia.
El país naufraga sin presente y sin futuro y el pasado se convierte en un anhelo insatisfecho por la pérdida del Dorado. La Venezuela Saudita quedó atrás y un país iluso salió en busca de alguien que prometiera restituírsela.
Con los nuevos amos del poder se crea una ilusión de cambio. Con el nuevo histrión al frente y nosotros nominalistas al fin, volvimos a confundir deseos y buenas intenciones con la realidad; esta continúa terca en su empecinamiento de atraso y complicidad. El temor y el miedo es la nota dominante, el futuro vuelve a escaparse hacia delante y una fecha mítica, 2021, nos vuelve a prometer el paraíso perdido.
El exilio sigue siendo la solución de muchos y el exilio interior el de unos pocos, cuya lucidez los atormenta.
El poeta Walt Whitman con su vitalismo y fe de poeta nos recuerda que la hierba crece aunque no la veamos crecer; creemos lo mismo contra toda desesperanza, una sociedad no se suicida y en el proceso político no se agota la realidad.
Más allá de las dificultades del día a día hay una generación que quiere asumir los retos del siglo que recién comienza y aunque  los fantasmas y demonios del pasado parecieran prevalecer, la sociedad venezolana no renuncia ni puede renunciar a reencontrarse consigo misma, en su cultura y en su tradición civilista.
Dice San Agustín “la esperanza tiene dos caras, la ira y el valor, la ira frente a una realidad injusta y valor para cambiarla”. Los seres humanos siempre están prestos para la ilusión y aceptan como mentores a brujas y charlatanes, Nos molestan quienes se anticipan a futuras desventuras, somos enemigos del realismo de Sancho, es credo nacional obligarnos al optimismo, mientras el poder nos manipula, aliena y despersonaliza, el intelectual crítico siempre es incómodo. El individuo no puede ser sacrificado en nombre de ninguna causa, por muy bella o superior que se presente, como Albert Camus, frente a la justicia abstracta preferimos optar por la persona concreta.
No podemos confundir  el verdadero sentido de la cultura con la opinión pública dominante. La cultura, desde el colectivo o individualizada siempre es liberadora, siempre es un humanismo en su sentido más profundo y amplio.
Lo importante no es confundirnos ni dejarnos confundir, la realidad no se agota ni en lo político ni en lo económico, por muy importante que sea es la sociedad el fundamento de todo y la cultura que la expresa lo más importante, ya que es nuestra propia identidad viva, histórica y dinámica, proyectada hacia delante y es que los seres humanos somos por definición  futuro  y la cultura es la única garantía de lograrlo.
Como nos recordaba recientemente R. J. Velásquez, el siglo XIX venezolano fue violento y bárbaro pero nos dio a la llamada generación positivista; en el siglo XX muchas cosas no se hicieron bien y se cometieron muchos errores, pero en la música, la plástica y la literatura y en muchos otros campos, muchos nombres nos honran y enorgullecen y nos hacen universales, y como pueblo dignos y merecedores del siglo XXI.

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