Julio Cortázar era un gran escritor y era
nuestro. Toda su obra fue una búsqueda
permanente de abosluto, de la otra realidad, de la verdadera “donde terminan
las fronteras y los caminos se borran”.
Fue un argentino “que todo lo quiso leer, todo lo quiso abrazar”. Fue obsesivamente bonaerense, opcionalmente
europeo y cosmoplita, vocacionalmente latinoamericano. Se trasterró hasta convertir la nostalgia en
identidad, toda su vida en una pura melancolía en donde la esperanza no estuvo
ausente. “Qué es en el fondo esa historia de encontrar un reino milenario, un
edén, otro mundo? Todo lo que se escribe
en estos tiempos y que vale la pena leer está orientado hacia la
nostalgia. Complejo de la Arcadia, retorno
al gran útero, Back to Adam, le bon sauvage”.
Descubrí
a Julio Cortázar en Madrid, leyendo a Rayuela.
Lo encontré, descarnado y auténtico, en otras páginas que él hace suyas
como traductor de “Memorias de Adriano” de Marguerite Yourcenar. Pudor o juego en donde el juego “es un
privilegio mesiánico del poeta en los que la técnica y las fatalidades de la
mentalidad mágica y lúdica se aplican naturalmente a una ruptura del
condicionamiento corriente”, pudor o
juego. Cortázar se desdobla y se expone,
se confiesa. Emperador, autor y
traductor se confunden, ficción y realidad se superponen.
Las
“Memorias de Adriano” pueden ser, de hecho son las propias memorias de
Cortázar. Libro hermoso poético y
frágil. Todo en él trasunta melancolía,
hecha de lucidez y nostalgia. Profunda
saudade de la especie, de los orígenes de la tierra.
“Al
hombre desterrado no le hables de su casa”.
“Hermano de mí mismo
espía
sin halago, pero al final cediendo
a
la dulce moneda de la sangre,
al
falso centinela del espejo.
No
estoy aquí del todo donde me hablo.
Creo
que me dejé en Chile y en Roma,
en
Stevenson, en música y voces,
en
un sauce de Banfield, en los ojos
de
una perra que quise, en dos o tres amigos muertos.
Este
que me queda vive,
pero
sabe que la urna está vacía”.
Trilogía
autobiográfica Adriano, Yourcenar, Cortázar
filosofan a su manera y nada de la vida y de lo humano les es
indiferente. Son hombres de letras,
amaron libros y bibliotecas, esos “hospitales del alma” que dice Adriano, pero
saben que en el fondo todos los libros son falsos e incompletos, la realidad no
está en ellos, en todos se miente, oculta o exagera, nada sustituye a la realidad, a la propia vida. Decía Cortázar. “Entendí desde muy joven que la cultura es
imprescindible en un escritor, pero en la medida en que cuando termine de leer
salga a la calle, aunque lleve un libro en el bolsillo”.
Este
vitalismo existencial, una verdadera erótica de la vida que se diluye en el
tiempo, terminará por conducir al escritor hacia un compromiso concreto. En los últimos 25 años de su vida logró
reconciliar su afán de libertad personal con un sentido de justicia social y
compromiso político.
A
partir de la Revolución Cubana se asumió como militante latinoamericano de
todas las causas nobles, de los derechos humanos, de la Revolución Sandinista,
que para él, más que una Revolución, es una verdadera liberación.
Julio
Cortázar amó y fue amado, le fascinó el enigma femenino y llegó a morir de amor
como dice el pintor Jacobo Borges. Fue
sensible al arte y entendió que es lo único inmortal que le es permitido al
hombre. Básicamente fue un hombre libre,
si cabe hablar de libertad en el ser humano, conocía sus límites, sabía de sus
posibilidades. Hubiera podido repetir
con Adriano, el emperador filósofo.
“Sólo en un punto me siento superior a la mayoría de los hombres: soy a
la vez más libre y sumiso de lo que ellos se atreven a ser. Casi todos desconocen por igual su justa
libertad y verdadera servidumbre... En cuanto a mí busqué la libertad más que
el poder y el poder tan solo porque en parte favorecía la libertad. Pero el mayor rigor lo apliqué a la libertad
de aquiescencia, la más ardua de todas.
Asumí mi estado y mi condición”.
Julio
Cortázar fue un peregrino del amor y la belleza “a cada uno su senda; y también
su meta, su ambición si se quiere, su gusto más secreto y su más claro
ideal. El mío estaba encerrado en la
palabra belleza... Me sentía responsable de la belleza del mundo” exclama
Adriano.
Julio
Cortázar fue un desarraigado, de haber seguido en Argentina “me hubiera
agriado, corrompido o gastado”. Buscó
otras latitudes “impulsábame a ello mí gusto por el extrañamiento. Buscó estar solo, asumió a París como ciudad
hasta ser siempre un argentino ausente.
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