martes, 14 de diciembre de 1999

Cortazar: Memoria de la Melancolia



Julio Cortázar era un gran escritor y era nuestro.  Toda su obra fue una búsqueda permanente de abosluto, de la otra realidad, de la verdadera “donde terminan las fronteras y los caminos se borran”.  Fue un argentino “que todo lo quiso leer, todo lo quiso abrazar”.  Fue obsesivamente bonaerense, opcionalmente europeo y cosmoplita, vocacionalmente latinoamericano.  Se trasterró hasta convertir la nostalgia en identidad, toda su vida en una pura melancolía en donde la esperanza no estuvo ausente. “Qué es en el fondo esa historia de encontrar un reino milenario, un edén, otro mundo?  Todo lo que se escribe en estos tiempos y que vale la pena leer está orientado hacia la nostalgia.  Complejo de la Arcadia, retorno al gran útero, Back to Adam, le bon sauvage”.

            Descubrí a Julio Cortázar en Madrid, leyendo a Rayuela.  Lo encontré, descarnado y auténtico, en otras páginas que él hace suyas como traductor de “Memorias de Adriano” de Marguerite Yourcenar.  Pudor o juego en donde el juego “es un privilegio mesiánico del poeta en los que la técnica y las fatalidades de la mentalidad mágica y lúdica se aplican naturalmente a una ruptura del condicionamiento corriente”,  pudor o juego.  Cortázar se desdobla y se expone, se confiesa.  Emperador, autor y traductor se confunden, ficción y realidad se superponen.

            Las “Memorias de Adriano” pueden ser, de hecho son las propias memorias de Cortázar.  Libro hermoso poético y frágil.  Todo en él trasunta melancolía, hecha de lucidez y nostalgia.  Profunda saudade de la especie, de los orígenes de la tierra.

“Al hombre desterrado no le hables de su casa”.

                       “Hermano de mí mismo

                                               espía sin halago, pero al final cediendo
                                               a la dulce moneda de la sangre,
                                               al falso centinela del espejo.
                                               No estoy aquí del todo donde me hablo.
                                               Creo que me dejé en Chile y en Roma,
                                               en Stevenson, en música y voces,
                                               en un sauce de Banfield, en los ojos
                                               de una perra que quise, en dos o tres amigos muertos.
                                               Este que me queda vive,
                                               pero sabe que la urna está vacía”.

            Trilogía autobiográfica Adriano, Yourcenar, Cortázar  filosofan a su manera y nada de la vida y de lo humano les es indiferente.  Son hombres de letras, amaron libros y bibliotecas, esos “hospitales del alma” que dice Adriano, pero saben que en el fondo todos los libros son falsos e incompletos, la realidad no está en ellos, en todos se miente, oculta o exagera, nada sustituye  a la realidad, a la propia vida.  Decía Cortázar.  “Entendí desde muy joven que la cultura es imprescindible en un escritor, pero en la medida en que cuando termine de leer salga a la calle, aunque lleve un libro en el bolsillo”.

            Este vitalismo existencial, una verdadera erótica de la vida que se diluye en el tiempo, terminará por conducir al escritor hacia un compromiso concreto.  En los últimos 25 años de su vida logró reconciliar su afán de libertad personal con un sentido de justicia social y compromiso político.

            A partir de la Revolución Cubana se asumió como militante latinoamericano de todas las causas nobles, de los derechos humanos, de la Revolución Sandinista, que para él, más que una Revolución, es una verdadera liberación.

            Julio Cortázar amó y fue amado, le fascinó el enigma femenino y llegó a morir de amor como dice el pintor Jacobo Borges.  Fue sensible al arte y entendió que es lo único inmortal que le es permitido al hombre.  Básicamente fue un hombre libre, si cabe hablar de libertad en el ser humano, conocía sus límites, sabía de sus posibilidades.  Hubiera podido repetir con Adriano, el emperador filósofo.  “Sólo en un punto me siento superior a la mayoría de los hombres: soy a la vez más libre y sumiso de lo que ellos se atreven a ser.  Casi todos desconocen por igual su justa libertad y verdadera servidumbre... En cuanto a mí busqué la libertad más que el poder y el poder tan solo porque en parte favorecía la libertad.  Pero el mayor rigor lo apliqué a la libertad de aquiescencia, la más ardua de todas.  Asumí mi estado y mi condición”.

            Julio Cortázar fue un peregrino del amor y la belleza “a cada uno su senda; y también su meta, su ambición si se quiere, su gusto más secreto y su más claro ideal.  El mío estaba encerrado en la palabra belleza... Me sentía responsable de la belleza del mundo” exclama Adriano.
           
            Julio Cortázar fue un desarraigado, de haber seguido en Argentina “me hubiera agriado, corrompido o gastado”.  Buscó otras latitudes “impulsábame a ello mí gusto por el extrañamiento.  Buscó estar solo, asumió a París como ciudad hasta ser siempre un argentino ausente.

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