La paz es la palabra más invocada y la menos
disfrutada por el hombre: inclusive se
llegó a pensar en la guerra como el estado natural de las cosas y la paz,
apenas un interludio e intervalo entre dos guerras. Con la bomba atómica esto cambió
radicalmente: ante la posibilidad de exterminio total de la humanidad es un
holocausto atómico, científicos y estadistas empezaron a plantearse la
necesidad de una paz duradera y permanente.
En los últimos 50 años ésta ha sido la preocupación fundamental; de allí
la pertinencia e importancia de esta filosofía de la paz mediante el diálogo de
las culturas. Nuestro mundo ha sido
identificado como una civilización y muchas culturas, en donde los hombres estamos
obligados a convivir en armonía, paz y progreso: de hecho es el gran ideal de la
modernidad. Ideal potenciado en la
medida en que nos hemos ido asumiendo como habitantes de la tierra y
responsables de toda ella, tanto en la preservación del medio ambiente como en
la distribución justa y equitativa de los bienes producidos.
La
vieja consciencia cosmopolita se ha transformado en la visión del astronauta
que desde el espacio visualiza la tierra y se siente su habitante, sin
distingos de raza, religión o nacionalidad.
Ahora bien, la paz no se decreta: tiene que ser conquistada, construida
día a día sobre bases espirituales y materiales al mismo tiempo. Para ello es fundamental el respeto y el
reconocimiento en las diferencias; es imperativo el aniquilamiento de todo
etnocentrismo, de todo fanatismo e intolerancia, de todo dogma o pretendida
superioridad.
En
América Latina, hemos vivido estas experiencias en profundidad y, por
consiguiente, algo podemos decirle al mundo.
De hecho, el descubrimiento/encuentro con los europeos estuvo signado
por la violencia del eurocentrismo y al mismo tiempo por el esfuerzo esclarecido de una minoría que
trató de entender y asumir las diferencias de los pueblos en conflicto. De allí surge el derecho de gentes y el nuevo
derecho internacional. Esta dualidad de
intolerancia/diálogo se ha mantenido hasta nuestros días y algunos símbolos y
valores le ha aportado a nuestra cultura, como por ejemplo el concepto de “raza
cósmica” que proclamaba Vasconcelos sobre el suelo fértil de nuestro
mestizaje. Y así otros valores y
características de sociedades abiertas y desiguales, pero que han hecho suyas,
como una constante de su identidad histórica y cultural, la tolerancia y la
convivencia; entre nosotros, afortunadamente, han sido escasas y aisladas las
guerras de razas o de religiones, y el sentido de comunidad o de fraternidad y
solidaridad está fuertemente arraigado.
Los
seres humanos estamos obligados a convivir.
De manera ineludible debemos aprender a vivir en paz y a conjurar la
maldición cainítica una vez por todas.
Todas
las culturas son portadoras de valores. Ninguna es superior a otra. Todas se necesitan y entre todas, harán
posible que el hombre, más que constructor de infiernos, sea heredero y
merecedor del paraíso. Vale la pena intentarlo.
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