He dicho que parte del drama nacional tiene que ver con nuestras características antropológicas, societarias y culturales, no en un sentido genético-determinista ni mucho menos racial, sino como conducta reiterada y reproducida de un colectivo alienado desde el poder y la riqueza petrolera, y por la inorganicidad, precariedad o inexistencia de una cohesión social básica. En cierto momento, esto nos ha constituido y constituye en una «sociedad enferma», cuya permisividad y complicidad tienden a ser manifestación de una colectividad abandonada en sus carencias, afectivas y materiales, pero también en sus responsabilidades. Complementario a todo lo anterior tenemos la historia mito que domina nuestra conciencia histórica.
Algunos de ellas son mitos paralizantes y alienantes como por ejemplo la «riqueza mágica», del país que es de todos y no llega a casi nadie, apropiada desde el poder y la corrupción por una minoría de pícaros y delincuentes. Es la versión moderna de «El Dorado» o el mito del «líder carismático», el hombre fuerte y necesario que nos viene a mandar y a resolver todos nuestros problemas.
Vivimos un tiempo detenido, una involución política enmarcada en una crisis de «pueblo» que dura 30 largos años. Unos personajes de ópera bufa dominan el escenario político, tanto en el oficialismo como en la oposición con las excepciones del caso. Anacrónicos en su conducta y mentalidad, siguen atrapados en las páginas de la ejemplar novela de Rómulo Gallegos, Doña Bárbara. Civilización y barbarie sigue siendo nuestro principal combate. Una sociedad atrapada en sus propias limitaciones y contradicciones, circunstancia «pesimista» que, paradójicamente, nos debe empujar a un optimismo histórico equidistante entre la realidad y nuestros mejores sueños civiles, societarios y culturales.
Como dijera Augusto Mijares en Lo afirmativo venezolano, nos toca a todos terminar de fundar
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