En América Latina y en Venezuela, desaparecido el absolutismo monárquico colonial, la mayoría de nuestros países terminaron asumiendo el modelo republicano presidencial con una tendencia dominante al “presidencialismo” como respuesta a la inorganicidad y anomia dominante en nuestra sociedades y a las fuertes personalidades de nuestros caudillos que prácticamente asaltaban el poder y pretendían eternizarse en él, más allá de toda legalidad, hasta crear el famoso “traje a la medida” constitucional.
Pueblos y sociedades atrasadas gobernadas por “bárbaros” es un poco la interpretación dominante entre nuestros intelectuales positivistas para referirse a nuestros caudillos –presidentes del siglo XIX y buena parte del siglo XX. Lo que resulta anómalo es que después de un siglo de progreso político y económico y de modernización evidente nuestra sociedad continúa todavía hoy tolerando una institución presidencial ejercida de manera primitiva e incivilizada, negada al diálogo y a la convivencia, poco propicia a la construcción de consensos y a la elaboración de políticas que expresen el interés nacional. El presidente una vez electo y en ejercicio legal de su investidura lo es de todos lo venezolanos y no de una parcialidad.
El presidente con su lenguaje desconsiderado e impropio no educa, se convierte en un mal ejemplo para niños y jóvenes y población en general. Su prepotencia y arrogancia, su “viveza” y “caradurismo” no le hace ningún servicio a la majestad y ejemplaridad que se debe tener en el ejercicio de la primera magistratura.
El “presidencialismo” exacerbado mediatiza y anula a todos los otros poderes. Una presidencia así asumida y ejercida termina siendo anticonstitucional con pretensiones de supraconstitucionalidad y menoscabo de la legalidad necesaria en un Estado de Derecho.
Desde la presidencia se debe orientar en términos positivos a todos los ciudadanos y ser sumamente severo con la corrupción y la ineficiencia gubernamental. El presidente no es el dueño de los recurso públicos, éstos deben ser administrados y gerenciados con criterios técnicos racionales y legales, además de la supervisión y contraloría legal que se contempla en la constitución y las leyes.
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