lunes, 18 de diciembre de 2006

Tiempo de profetas

Los 60 y 70 para mi generación del 58 fueron tiempos luminosos de juventud y ambiciones y un compromiso firme con el país, para transformarlo y desarrollarlo; tanto en la izquierda como en la derecha (por comodidad ideológico-política utilizo ambos términos simplificadores y reduccionistas), se soñaba y se trabajaba por un país mejor; para convertirnos en una sociedad desarrollada. En nuestro lenguaje las palabras más repetidas eran, democracia, desarrollo, reforma y revolución y era unánime el rechazo a las dictaduras y al imperialismo. De allí el éxito de dos teorías en boga, la de la dualidad y la dependencia; de inspiración e influencia marxista aunque asumidas por todo el espectro político, inclusive el social-cristiano; cuya juventud se identificaba con las siglas JRC (Juventud Revolucionaria Copeyana).
Ambas teorías eran cómodas y útiles, permitían sin mucho esfuerzo explicarnos y entendernos como sociedades atrasadas y explotadas pero en trance de liberación y en tránsito al desarrollo.
La culpa de nuestros males y deficiencias las tenían otros y de esa manera cómoda e interesada nuestros pueblos y nuestras élites, evadían sus responsabilidades.
Al fracaso de la insurrección guerrillera y con el éxito del bipartidismo y la prosperidad económica con el boom petrolero de los 70, creíamos que la meta del desarrollo estaba al alcance de la mano y desde otro punto de vista el éxito de la literatura latinoamericana, el otro boom; catapultaba nuestra autoestima de pueblos emergentes a nivel mundial. Cuba, todavía conservaba su magia revolucionaria y la democracia venezolana, en un continente plagado de dictaduras, parecía consolidada y exitosa. Para nuestra generación eran tiempos heroicos, históricos y altamente propicios. Pero en toda fiesta hay un aguafiestas y en la nuestra fueron varios, despectivamente descalificados por la mayoría como profetas del desastre; entre otros, Argenis Rodríguez, con su literatura de denuncia ácida e irreverente; Domingo Alberto Rangel, con sus lucidos análisis económicos, políticos e históricos, donde establecía de manera clara y meridiana nuestras limitaciones como sociedad (cuarenta años después continúa en la misma trinchera de lucidez y denuncia) y Juan Pablo Pérez Alfonso, la voz más autorizada y escuchada, ya que venía del ejercicio gubernamental con éxitos evidentes como la política petrolera nacionalista y la creación de la Opep; seguía vinculado al principal partido de gobierno, AD, y a los principales líderes del mismo.
Pérez Alfonso fue un crítico consecuente de nuestras limitaciones como pueblo y como sociedad y particularmente incisivo con la política oficial de los gobiernos de Caldera y CAP; llegando a calificar al plan de la nación de este último como el plan de la destrucción nacional.
Los hechos le dieron la razón; la Venezuela de los 80 y 90 cosechó en abundancia los múltiples errores de nuestros gobiernos y élites en los 60 y 70. El más escandaloso, el de la corrupción; así como el clientelismo partidista y el populismo gubernamental, practicado por igual por Acción Democrática y por Copei. Todo ello se tradujo en despilfarro de recursos e ineficiencia generalizada, y un país que progresivamente se estancaba y entraba en crisis, y una sociedad que también progresivamente se empobrecía y desmoralizaba.

lunes, 11 de diciembre de 2006

Tiempo de crisis

El venezolano descubrió la palabra crisis mientras la vivía, aunque no tuviera plena conciencia de ello. Algunos escritores y articulistas, y muy pocos políticos, continuaron con las denuncias y con el infructuoso intento de alertar al país mayoritariamente formado por una sociedad amodorrada, o mejor, anestesiada, y una élite que había naufragado en el maridaje indecente y oportunista de la política y los negocios. En Venezuela el empresario más exitoso era el mejor vinculado al poder y el político de moda era el que tenía mejores vínculos con los empresarios y el sector económico en general. Banalizamos tanto la vida pública que locutores, cantantes y misses tuvieron la osadía de aspirar a la presidencia; pero lo grave no era la aspiración en sí sino que millones de venezolanos los secundaban; idiotas gobernando indiferentes, fue la forma verbal más cruel para definir aquel momento de verdadera decadencia nacional y de una prédica de la anti-política, irresponsable y suicida.
La realidad no tardó en hacerse presente con acontecimientos que han marcado a fuego nuestra historia más reciente: la devaluación del viernes negro de 1983, el Caracazo de 1989 y las intentonas golpistas de febrero y noviembre de 1992.
Para el Nobel de Literatura, Elías Canetti, la devaluación del signo monetario funciona a nivel simbólico, como una devaluación de la propia consciencia nacional; la sociedad se declara oficialmente enferma y el pueblo pierde la confianza en sí mismo. Se diluye en un presente precario y el futuro se le llena de temores e incertidumbres, mientras las demagogias de turno se entronizan sobre sus miedos y sus múltiples frustraciones, inventándose un pasado mítico y un futuro lleno de magia e ilusiones. Los tiempos de crisis casi siempre terminan en los tiempos del déspota.
Con el Caracazo se desplomó estrepitosamente la ilusión tecnocrática y populista de la gran Venezuela, y con los conspiradores del 92 (tenían una década larga en ello) el cuartel vuelve a irrumpir en la historia política venezolana; el venezolano de toda clase y condición vuelve a pensar que la solución a la crisis está en una "gorra militar", actitud y conducta que habla muy mal de nuestro proyecto educativo y de la cultura democrática internalizada. Venezuela, hoy escindida en dos mitades, sigue sin resolver el dilema de dictadura o democracia, reforma o revolución

lunes, 4 de diciembre de 2006

Tiempo de progreso


Un país no se hace, se va haciendo, en cada presente; interpretando y reinterpretando el pasado; inventando y reinventando el futuro. El siglo XX fue un intento de huida hacia el porvenir tratando de olvidar las feroces pesadillas del siglo XIX con "sus banderas color de miedo". Todo a cambio de la paz, inclusive aceptar la tiranía de Castro y Gómez, con su codicia y la paz de los sepulcros. La muerte una vez más fue liberadora y en 1935 el "gamonal", dueño del miedo, de haciendas y vida, muere. Se inicia la difícil transición llena de esperanzas y políticas salpicadas de errores, de una incipiente élite; que empujada por la economía petrolera, que desde 1914 y particularmente desde 1922, nos convierte en país minero y de abundancia fiscal.
En 1936, López Contreras y una minoría ilustrada echan las bases de un proyecto modernizador; había que "sembrar el petróleo". En 1945, una generación emergente e impaciente, quiere acelerar la historia con un "proyecto revolucionario" sustentado en las masas.
La impericia de las élites y las limitaciones objetivas de una sociedad atrasada contaminaron ambos proyectos de ineficiencia y sectarismo, personalismo y corrupción.
Ocurrió lo que tenía que ocurrir: el pasado ignorado y olvidado siempre regresa, y en nuestro caso como militarismo, esa enfermedad endémica, que todavía hoy, en los albores del siglo XXI, nos gobierna.
A pesar de todo en 1958, el país progresista y moderno se convoca en un proyecto democrático. El Pacto de Punto Fijo, hoy tan demonizado, no fue un acuerdo político simplemente sino un pacto de gobernabilidad ampliamente respaldado por las grandes mayorías nacionales.
La Constitución de 1961, la más democrática y discutida y consensuada de la historia nacional, de allí que haya sido la de más larga duración en nuestra historia de constitucionalismo.
En este breve período de escasos 20 años (1958-1978) el país conoció la primera presidencia electa que duró los cinco años completos que la constitución establecía, a pesar de los sinnúmeros intentos de golpe de Estado desde la derecha y de desestabilización guerrillera desde la izquierda; y el siguiente presidente, Leoni, no sólo cumplió su período sino que le entregó la presidencia al líder del principal partido opositor; algo impensable en la historia política nacional, de elecciones fraudulentas y trampas electorales. Venezuela, sin lugar a dudas, a finales de los 70 era un país y una sociedad exitosa, en el contexto latinoamericano y mundial