Tanto en la vida como en filosofía oriental y occidental, el concepto de “equilibrio” es fundamental.
En la coyuntura política venezolana de una crisis aguda y prolongada, es una tragedia nacional las tendencias dominantes frente a la misma, una irracional polarización que ha agotado prácticamente el ejercicio mismo de la política, por lo menos en democracia, que no es otra cosa que la necesaria convivencia en las diferencias, dentro de una sana tolerancia y pluralismo.
Las soluciones se ausentan y proliferan todas las hipótesis: “salida”, “calle”, “golpe”, “invasión”. Hasta ahora ninguna se ha materializado, a pesar del alto costo en violencia y sufrimiento que han provocado, de allí la pregunta inevitable: no será la hora de regresar a la realidad y entender que ni el régimen ha podido anular a la oposición ni esta ha podido derrotar al régimen y ponerle fin a un proyecto autoritario-dictatorial y sus políticas de destrucción nacional.
La sociedad venezolana del ultimo siglo, formada a la sombra y el amparo de la renta petrolera, es una sociedad de clases medias por lo menos en cuanto a mentalidad predominante que no es otra cosa que el anhelo y la posibilidad del ascenso social a través de las oportunidades de estudio y trabajo.
Ni somos una sociedad revolucionaria ni somos una sociedad capitalista, a medio camino entre la modernidad acelerada y la pre-modernidad rural de un país que no termina de consolidar ni su proceso republicano, iniciado en 1811 ni el proyecto democrático del siglo 20 y mucho menos una estructuración de clases y grupos sociales en clave de modernidad, en donde lo urbano y lo tecno-científico nos obligan a unas exigencias de meritocracia, producción, productividad, competitividad e inevitable globalización. Es decir, a unas exigencias de una economía moderna que nos permita superar definitivamente nuestras estructuras económicas y mentales que siguen fuertemente ancladas, además del rentismo, en la secular tradición rural y semi feudal que marca la historia socio-económica del país desde el mismo siglo 16.
Nuestra sociedad, golpeada fuertemente por la emigración forzada, la desaparición de nuestra moneda y por consiguiente del valor del trabajo. La destrucción de toda la infraestructura de servicios: salud, educación, transporte, comunicaciones, etc. nos está obligando a pensar seriamente a diseñar en términos políticos una recuperación del país, desde la moderación y el realismo, sin menoscabo de una justicia que impida la impunidad de una época que prácticamente ha creado un Estado y una Sociedad extra-legal y totalmente fuera de toda norma de control.
La sociedad venezolana, después de un siglo de rentismo petrolero terminó siendo una sociedad de clases medias, acostumbrados a las oportunidades, al ascenso social, consumista, hedonista y en cierta forma despreocupados. Pasarla bien, sin mucho esfuerzo es casi una filosofía de vida generalizada y ello terminó contaminando también a las llamadas elites que prevalecían y dominaban sin mucho esfuerzo y con todas las facilidades y complicidades posibles.
En este contexto, en los últimos tiempos ha ido cobrando fuerza la necesidad de unas “negociaciones”, requeridas además por los diferentes países que han mostrado interés por la situación venezolana y la exigencia de ir creando un marco-político legal de un periodo de transición, que permita a la brevedad, llegar a unos procesos electorales creíbles y al establecimiento urgente de políticas económicas que permitan iniciar la necesaria recuperación del país actualmente prácticamente destruido. En eso estamos.
En términos racionales lo dicho luce sencillo, y de hecho en los procesos históricos y políticos lo complejo tiende a ser simple, pero en la práctica la multiplicidad de intereses, lícitos algunos y subalternos otros, se traducen en una confusión conceptual y política en todos los sectores. En el régimen cada vez resulta más difícil identificar el eje del poder: Maduro y los cubanos. Cabello y sus presuntas y poderosas influencias en el sector militar, además del poder económico y partidista. los diversos grupos de poder y de influencia, ramificados en todas direcciones y por último la omnipresente fuerza armadas, que oscilan entre su tradicional papel de partido militar y corporación de negocios y por otro lado la dispersa oposición que no termina de centrar una estrategia común frente al régimen.
Si no hay un acto de fuerza interno o externo o un acontecimiento imprevisto que cambie el curso de los hechos, luce inevitable el acuerdo político interno con aval internacional para diseñar la tan deseada transición, en términos de moderación y equilibrios. Ejemplos sobran, aunque ninguna transición es igual a otra. En España el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y el Partido Comunista (PC) y otras fuerzas democráticas tuvieron que negociar con el “franquismo” moderado que lidero Adolfo Suarez y tolerar la Monarquía Constitucional, como concesión inevitable para que España ingresara al siglo 20, a su modernidad y a una democracia que funciona.
En Chile sucedió algo parecido el Partido Socialista (PS) y el Partido Demócrata Cristiano (PDC) tuvieron que “negociar” con el dictador Pinochet para una difícil pero inevitable convivencia que permitió la “Concertación” y que ha posibilitado un Chile en despegue acelerado a la modernidad y una democracia que en este momento luce en América Latina como modélica.
El que no tiene la fuerza no puede imponer condiciones y en este momento en Venezuela con excepción de las fuerzas armadas o una hipotética y no recomendable intervención militar extranjera todo indica que las partes tienen que negociar de manera seria y acompañamiento internacional fiable para intentar viabilizar, soluciones racionales que permitan que Venezuela retome el camino de la plena modernización y el desarrollo pleno de una democracia decente y eficiente.