Para
mi generación, Pérez Jiménez era el “último dictador” en una
historia nacional de tres siglos de monarquía absoluta y 200 años
de una República gobernada autoritariamente, siempre y en dictaduras
sucesivas que se hacían eternas y que cubrían décadas de oprobio y
violencia. La única excepción fue el trienio 1945-48 y la
democracia de 1958-1998. Dos siglos en donde el poder fue
monopolizado por el “partido militar”.
La
Democracia no fue conocida por nuestra sociedad en el siglo XIX (por
lo menos en los términos de su desarrollo en la Europa Occidental) y
en el siglo XX fue un proyecto político en desarrollo desde los años
30 en adelante, cuando producto del impacto petrolero, la sociedad
empieza a cambiar aceleradamente, de rural a urbana y una incipiente
industrialización y la respectivas clases medias, lo que posibilitó
la aparición de los llamados partidos de masas desde la misma década
de los 40, y se consolida, este proceso democrático, en 1947, cuando
en el proceso constituyente, y la nueva Constitución, se estableció
el voto universal y secreto.
Pero
en nuestro país una cosa es la Constitución formal (Constituciones
de papel, fueron llamadas por algunos intelectuales) y otra cosa la
Constitución real y leyes que en la práctica tendían a hacer
prevalecer la tradición arbitraria y abuso sistemático del
ordenamiento jurídico. El estado de derecho en Venezuela siempre ha
sido más un marco jurídico-político ideal que una realidad asumida
y practicada, producto no solo del atraso de nuestra sociedad y la
precariedad de nuestra ciudadanía y civilidad, sino la
preponderancia de hecho en el poder de la ideología militarista y la
casta militar.
Pérez
Jiménez lamentablemente no terminó siendo como creíamos, el
“último dictador”. En 1998, nuestro atraso y regresionismo
histórico nos hizo elegir a un militar, cuyo primer intento de
llegar al poder fue por un golpe de estado fallido y una vez accedido
a él por la vía electoral nunca ocultó su estilo y mentalidad
autoritaria, que seguiría acentuando con el paso de los años hasta
llegar a ejercer una hegemonía casi total, sustentada una vez más
en la renta petrolera y en el estamento militar.
La
crisis venezolana es estructural y de larga duración. A partir de
1983 (viernes negro) empezó a visibilizarse una crisis económica
desde una economía estancada y no diversificada. Un estamento
político bipartidista, esclerotizado y una sociedad atrapada en sus
privilegios y con muy pocas responsabilidades. En el frente político
sobrevivía una izquierda, arrinconada por el sistema a quien nunca
se le permitió tener ninguna posibilidad electoral y por
consiguiente una parte de ella encontró su posibilidad de acceder al
gobierno y al poder a través del nuevo caudillo militar, cuyo
proceso conspirativo había acompañado desde los orígenes: MRB-200.
Lo demás es historia reciente, una profunda y progresiva crisis
nacional de estructuras políticas, sociales y económicas, en
cuestionamiento casi absoluto y que ponen en entre dicho todo el
sistema jurídico-político-institucional y todo el tejido social:
empobrecimiento colectivo y emigración masiva incluida, proceso
agravado en los últimos 4 años por la abrupta caída de los precios
del petróleo y la comprobada incapacidad y corrupción
gubernamental. Este 23 de enero de 2018 no solo debe ser la memoria
de la penúltima dictadura sino oportunidad para reflexionar sobre
nuestros errores como sociedad, nuestras distorsiones como economía
y nuestras muchas carencias que permitieron que llegáramos a donde
hemos llegado. Pero que esa reflexión no sea de autoflagelación
nacional sino oportunidad para que en términos políticos, concretos
e inmediatos nos permita aupar un gran movimiento nacional de
recuperación democrática y que permita, igualmente, viabilizar la
recuperación del país en términos de una sociedad moderna y en
donde la democracia termine consolidada sin riesgo de volver a
perderse, cada vez que nuestra sociedad se extravía y nuestros
gobernantes fallan.
Ángel
Lombardi
www.angellombardi.com