domingo, 9 de noviembre de 2014

Realidad y utopía de la fraternidad en América Latina y la educación como factor de identidad, integración y unidad


I

América, para los europeos, de 1492 en adelante, es un idea difusa y confusa, proyección de todas las leyendas y mitos de la antigüedad, como la Atlántida y la Última Thule, hasta imaginarla como el paraíso terrenal, tal como lo expresa en algún momento la afiebrada mente medieval de Colón.

Los navegantes, exploradores y cronistas más lúcidos, poco a poco fueron reconociendo la realidad americana como un mundo nuevo. Definitivamente no eran las tierras de Oriente, Catay y Cipango, poyección fantástica de la mitología creada por Marco Polo. No había transcurrido medio siglo del llamado descubrimiento cuando era evidente que se trataba de un Orbe Novo, es decir, un nuevo continente, intuído y experimentado por mentes renacentistas, entre otros, como Américo Vespucci y Pedro Martyr de Anghieria, que aunque nunca estuvo en América, tenía el privilegio, como secretario de la Corte, de recibir y procesar casi toda la correspondencia que venía del nuevo continente. El nombre temprano de América fue producto de una percepción equivocada de un cartógrafo que erróneamente identificó en los nuevos mapas las tierras de Colón como las tierras de Américo, equívoco definitivo y que de alguna manera ayuda a crear una idenidad fundada en la precariedad y la confusión.

La idea más persistente, en el siglo germinal del “nuevo” continente, es la utopía, coincidiendo con el libro de Tomás Moro de la misma época y con ese título. Ésta, encarna o debería encarnar en las tierras recién descubiertas. Idea que fue asumida por autores influyentes en los siglos siguientes, entre otros, Rousseau y Hegel. Así fue como, de manera intelectual y eurocéntrica, terminamos definidos y asumidos como el continente del futuro, la tierra de la utopía y nuestras élites se lo creyeron y así lo proyectamos en nuestros sistemas constitucionales, educativos, mentalidad y cultura hasta nuestros días. La literatura terminó sustituyendo a la historia, y el mito-histórico fue nuestra particular mitología de tierra-paraíso. Los del norte se lo han creído y creen haberlo construido, y los del sur seguimos pensando que nos toca construirlo.

Conceptualmente vivimos en estas tierras del sur, de ambigüedades identitarias y confusiones antropológicas-culturales. Nos dejamos arrebatar la condición de americanos y asumimos los nombres que el colonialismo francés impuso, en su empeño por regresar a sus colonias americanas, y de paso, justificar la invasión a México. Así se impone la idea, concepto y nombre de América Latina, una falsa identidad antropológica, que de entrada excluía a aborígenes y africanos. Una identidad por oposición al norte, blanco, anglosajón y protestante (wasp). La referencia más antigua sobre el uso del concepto América Latina lo encontramos en Eugenio María de Hostos, en 1854, en una gacetilla que publicaba en Nueva York en su lucha a favor de la independencia de Puerto Rico, su patria. “América Latina” y “Latinoamericano”, progresivamente fue asumida por la mayoría gracias a su éxito mediático hasta desplazar otras denominaciones o nombres como Ibero-América, Luso-América, Hispano-América, Indo-América, inclusive fue dominante con respecto al Pan-americanismo que los norteamericanos trataron de imponer como un complemento y continuidad de la doctrina Monroe y que sirvió de basamento ideológico a la creación de la OEA. Desde el punto de vista político, literario y cultural, sin lugar a dudas, hoy es nuestra palabra identitaria por excelencia, la condicion de latinoamericano, como expresión de una identidad agredida y humillada por el norte anglosajón y reivindicada siempre como un proyecto que identifica nuestra tierra con el futuro y la utopía. Esto lo asumió de manera militante toda la élite intelecutal del siglo XIX y buena parte del siglo XX y quizá uno de los más emblemáticos es el uruguayo José Enrique Rodó, con su famoso libro Ariel (1900) en donde el norte agresivo e imperialista representaba la materia, con toda su connotación negativa, y estas tierras del sur, el espíritu. Siempre sucede así, cuando la realidad nos es adversa terminamos huyendo de nosotros mismo creando nuestra propia mitología.

II

América, una y múltiple

La visión unitaria del subcontinente, de México a la Patagonia, terminó opacando las profundas e importantes diferencias locales, regionales y nacionales de nuestros diversos países. No terminamos de entendernos en nuestras características antropológicas, culturales, sociales, económicas y políticas, y por consiguiente, no terminamos de asumirnos en la realidad-real. El mito historiográfico nacional con su ideología nacionalista y la mitología literaria tienden a prevalecer sobre los procesos reales que nuestros pueblos han vivido y padecido.

El subcontinente latinamericano (incluído el multi-diverso Caribe) pese a sus diferencias, tiene una poderosa identidad compartida, de tipo cultural y espiritual, de lengua, religión e instituciones, y al mismo tiempo, un fecundo mestizaje en todos los órdenes antropológicos culturales, incluído nuestro poderoso sincretismo. La historia colonial, sin lugar a dudas, homogeneizó el continente en términos políticos, jurídicos, religiosos e institucionales y eso permitió que nuestros procesos emancipadores fueran coetáneos e imbricados e interconectados entre ellos, tanto, que se llegó a plantear, y realizar de manera parcial, procesos unitarios importantes, como por ejemplo la Unidad Centroamericana con México. La Gran Colombia, proyecto iluminado de Simón Bolívar, que el historiador Castro Leiva, llamó la “ilusión ilustrada”, y más al sur, la Unidad del vasto continente brasileño y las Provincias Unidas del Río de la Plata.

Como consecuencia de la independencia, el continente al sur, se asumía grande y unido, pero la realidad fue otra, el surgimiento de élites y oligarquías locales que impusieron la idea de patria grande como discurso y patria pequeña como realidad y que terminó definiendo los proyectos de estados nacionales que todavía hoy subsisten. Si las guerras emancipadoras imponían una visión estratégica unitaria continental, la realidad de los intereses concretos impuso las realidades integradoras de los estados nacionales, creándose al efecto dos dinámicas, al norte, los Estados Unidos, un proyecto federal en permanente crecimiento territorial y de poder, y al sur, los Estados DesUnidos, con fronteras precarias y algunas de ellas, todavía hoy, en discusión, y con lazos neo-coloniales en el proceso economía-mundo que liderizaban europeos y norteamericanos.

Con la doctrina Monroe (1823), oficialmente cancelada por el gobierno de Obama en el 2014, se pretendió “unir” el continente bajo la guía y dominio norteamericano, que no era otra cosa que el designio colonial e imperial de la potencia emergente y que en el siglo XX se continuó con la doctrina del panamericanismo, y unas décadas después de la creación de la OEA, el proyecto integracionista de la ALALC bajo el tutelaje norteamericano y que en la práctica continuó con los diversos tratados de libre comercio que se han venido propiciando y firmando.

En una perspectiva dialéctica inevitable frente al expansionismo norteamericano surge una fuerte corriente latinoamericanista que se potencia con el triunfo de la Revolución Cubana (1959) y que nos coloca de manera absoluta en la historia universal, primero como países tercermundistas en alianza estratégica con países de Asia y África (el tricontinental), y después claramente ya, formando parte de los escenarios de la guerra fría con fuertes acentos nacionalistas, aunque sin renunciar nunca al discurso integracionista.

Empezando el siglo XXI, el latinoamericanismo está en plena vigencia, y en él confluyen todos los agravios históricos sufridos por estos pueblos y todas las esperanzas que en términos reales sirven de base ideológica a diversos intereses integracionistas como el Mercosur, Unasur, Pacto Andino y los Acuerdos de los Países del Pacífico, todo lo cual ha llevado a diversas experiencias de integración, en su mayoría fallidas, o insuficientemente desarrolladas, ya que los factores políticos endógenos tienden a prevalecer y nuestras economías no terminan de desarrollarse como para sustentar un proyecto continental y global de integración efectiva y comercio internacional exitoso.

En estos procesos de integración, mención aparte merecen los esfuerzos de la Iglesia en potenciar y articular una visión compartida de América Latina y cuyo instrumento más efectivo, sin lugar a dudas, fue la creación del CELAM (Consejo Epicospal Latinoamericano) y los importantes documentos que desde allí se han producido. Producto de este esfuerzo de evangelización y lucidez son muy pertinentes algunos textos como los contenidos en el llamado “Documento de Aparecida” que insisten en la multiversidad antropológicia y cultural como riqueza y esperanza. “Los indígenas constituyen la población más antigüa del continente. Están en la raíz primera de la identidad latinoamericana y caribeña. Los afroamericanos constituyen otra raíz que fue arrancada de África y traída como gente esclavizada. La tercera raíz, es la población pobre que emigró de Europa desde el siglo XVI, en búsqueda de mejores condiciones de vida y el gran flujo de inmigrantes de todo el mundo desde mediados del siglo XIX. De todos estos grupos y de sus correspondientes culturas se formó el mestizaje que es la base social y cultural de nuestros pueblos latinoamericanos y caribeños, como lo reconoció ya la 3era conferencia general del episcopado latinoamericano celebrada en Puebla, México.”... “La veriedad y riqueza de las culturas latinoamericanas, desde las más originarias, hasta aquellas que con el paso de la historia y el mestizaje de nuestros pueblos se han sedimentado en la naciones, están llamadas a converger en una síntesis capaz de orientarnos hacia un destino histórico común”.

El tema de la identidad en América Latina ha sido permanente y recurrente, desde el siglo XVII hasta nuestros días, y que puede ser sintetizado, tal como lo plantea Leopoldo Zea en su libro “Simón Bolívar, integración en la libertad” en los siguientes términos “El problema de la identidad, ¿Quienes somos los hombres de esta América?; El problema de la dependencia ¿Por qué somos así?; El problema de la libertad, ¿Podemos ser de otra manera?; y el problema de la integración, ¿Integrados en la dependencia, podemos integrarnos en la libertad?. Estos interrogantes se venían planteando desde el siglo XVIII, las respuestas fueron diversas pero coincidentes en los puntos esenciales y quizá uno de los más lúcidos fue el propio Bolívar en su carta de Jamaica (1815) “Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias, aunque en cierto modo, viejo en los usos de la sociedad civil... no somos indios ni europeos sino una especia media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles: En suma, siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestos derechos los de Europa, tenemos que disputar, éstos, a los del país, y que, mantenerlos en él contra la invasión de los invasores; así nos hayamos en el caso más extraordinario y complicado”. Esta era, y en parte sigue siendo, la visión de las élites latinoamericanas, en el sentido de asumirse españoles-americanos e intelectualmente europeos-americanos, contradicción que se mantiene hasta nuestros días, que seguimos asumiendo nuestra realidades desde la perspectiva de las ideas eurocéntricas, lo que llevó al maestro Simón Rodriguez a ironizar sobre la situación de “traer ideas coloniales a las colonias”. De allí el empeño de algunos autores, especialmente en el siglo XX, de tratar de re-pensar la realidad del Continente a partir de la propia realidad, lo que ha permitido desarrollar un pensamiento teórico sumamente importante como la llamada Filosofía Latinoamericana y la propia Teología de la Liberación.

La gran contradicción que se vive es que lo diverso no termina de ser integrado en una cosmovisión compartida que permita acceder a una fase evolutiva más avanzada y que posibilite hablar con propiedad, ya no solamente de los proyectos libertarios e igualitarios, que inspirados en la Revolución Inglesa, norteamericana y francesa, sirvieron de basamento a nuestros procesos emancipadores así como el propio pensamiento católico que apuntaló muchas de las actitudes y políticas que Lewis Hanke llamó la lucha por la justicia en América, así como nuestro incipiente constitucionalismo como es el caso de Venezuela de la Declaración de Independencia, cuyo autor principal fue Juan Germán Roscio con una fuerte influencia católica y neo-tomista en su formación y pensamiento.

III

Integración, Educación y Fraternidad

La fraternidad como necesidad, más allá del valor principista y utópico del concepto de fraternidad, la palabra olvidada de la modernidad se convierte en un imperativo categórico moral, político y económico, por la sencilla razón de las múltiples amenazas que la humanidad padece. La agonía ambiental de la tierra, el peligro latente y real del holocausto nuclear, la galopante demografía y el agotamiento de modelos socio-políticos y económicos productores de pobreza e injusticias. En consecuencia, todos los modelos de desarrollo que la evolución y la tecno-ciencia posibilitan tienen que asumirse desde la fraternidad que de alguna manera viene a ser la síntesis dialéctica de los otros dos principios de la civilización actual: la libertad y la igualdad, que conjuntamente con la fraternidad, terminan expresando y sintetizando un proceso civilizatorio todavía por construir y cuyo logro más importante quizá sea, en 1948, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que suscribieron todos los gobiernos del mundo y que de alguna manera es la doctrina que permite identificar y definir el sistema político más adecuado a los intereses de la humanidad, dentro de un concepto evolutivo de la idea de progreso y democracia.

Estas amenazas o desafíos nos llevan a la necesidad de definir una nueva Paideia, que puede sintetizarse en la cooperación solidaria, porque cooperamos o perecemos. Es obligante trabajar por un mundo solidario y fraterno, ponerle fin a la historia cainítica, suena utópico y quizá lo sea en el corto y mediano plazo, pero sin lugar a dudas, es la utopía necesaria en este siglo XXI, que por los acontecimientos de los últimos años pareciera empeñado en repetir las tragedias que marcaron a fuego nuestro siglo XX, un siglo sin dios, según el decir de Martin Buber

En pleno desarrollo una crisis mundial de un orden que no termina de definirse ni en función de los intereses geopolíticos de las grandes potencias, ni tampoco en función de los intereses compartidos de la humanidad.

Los seres humanos existimos en y con los “otros”, en la alteridad del reconocimiento, reconocer y ser reconocidos. Esta exigencia de primer orden pudiera ser canalizada a través de un proyecto educativo inclusivo, “educación de todo para todos” y que permitiría desarrollar e integrar la humanidad en una conciencia cósmica de habitantes de la tierra, y por consiguiente, cuidadores de ella, así como cuidadores de nuestros hermanos, para poder responder afirmativamente a la pregunta que Dios le hace a Caín “¿Dónde está tu hermano? Y que pudiéramos responder de manera afirmativa: con nosotros y en acompañamiento solidario.

El problema de la integración y de la educación es su caracter histórico, por aquello que decía Hegel que lo real siempre es racional y lo racional siempre es real, es decir, que los seres humanos estamos limitados en tiempo y espacio, o como diría Ortega y Gasset, yo y mi circunstancia, o mejor sería decir, yo, mis circunstancias y mi consciencia. Toda realidad responde a unos límites históricos en función de un presente que en realidad es, un entrecruzamiento de tiempos, en donde pueden identificarse estructuras, sistemas e instituciones. El límite siempre es la realidad y en ese sentido la realidad dominante, en términos políticos, es el estado-nación y la sociedad nacional, y en consecuencia, tanto la integración como la educación encuentran sus posibilidades y límites en la estructura de un mundo formado geo-políticamente por naciones con intereses propios y diversos. Es axiomático y universal el principio que los paises no tienen amigos sino intereses, y éstos tienden a prevalecer en las relaciones internacionales que por definición son desiguales, porque siempre una de las partes, la más desarrollada tiende a favorecerse en al relación. Otro tipo de integración, ya no comercial sino ideológica, que termina creando unidades trasnacionales artificiales, cuyo ejemplo más importante, sin lugar a dudas, es la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). No importa la motivación de las relaciones internacionales, lo cierto es que el factor nacional sigue siendo el dominante, con su sentido sectario, desintegrador y poco solidario, como una especie de autarquía espiritual, a pesar de que sabemos que que ninguna nación es viable por sí misma.

Una situación parecida se vive en el plano educativo, la educación nacional con su visión local y nacionalista tiende a prevalecer sobre cualquier otra perspectiva, de allí que la educación se agota en el plano nacional, entre una formación profesional o utilitaria y una formación de visión profundamente nacionalista, inclusive en el campo de los valores, muchos de ellos terminan siendo expresión de intereses y particularidades locales y nacionales, conspirando todo ello frente a una visión de un mundo integrado e interdependiente y una humanidad única acompañándose en la solidaridad. En nuestras escuelas se siembra el germen del patriotismo que cada día termina siendo no solamente anacrónico sino inconveniente para las necesidad y fines de la nueva humanidad.

Dice Kant, que la conciencia nunca puede exceder la experiencia, y si esto es así, la experiencia de la mayoría de los habitantes del planeta no excede más allá de las fronteras locales y nacionales, clanicas o tribales. Lo extranjero y el extranjero sigue teniendo una fuerte carga negativa de exclusión y de diferencias, a pesar del cosmopolitismo de la época y la globalización en curso. Estos son algunos de los límites históricos que nos impone la realidad y que tenemos que tomar en cuenta para tratar de trascenderlos en una nueva paideia y un nuevo proyecto educativo que nos permita acceder a una consciencia y unas posibilidades que no se agoten en el presente-pasado sino en un presente-futuro. Tenemos que asumirnos con total vocación y convicción como “contemporáneos del futuro” y de esa manera, las diversas ideas y planteamientos y discusiones que se vienen dando en torno al tema de la fraternidad cobran vigencia y pertinencia.

En el diálogo en desarrollo en torno al tema de la fraternidad hay que replantearse totalmente los contenidos de los diversos programas del currículo de nuestros sistemsa educativos y es fundamental al respecto, formar al nuevo educador (educar a los educadores no solamente es un aggiornamento con respecto a los nuevos paradigmas y tecnologías sino la necesidad de re-situarlos en un horizonte de valores que respondan a los desafíos del siglo XXI). Al respecto son útiles los planteamientos que se vienen haciendo en las últimas décadas, una Ética Universal del teólogo Hans Kung o el filósofo Edgar Morín con su Ética de la solidaridad, Ética de la comprensión y una Ética del género humano. Siendo la diversidad antropológica y cultural una riqueza, termina siendo limitante para una visión universal y ecuménica del género humano. Hay que asumir la experiencia-consciencia del navegante del espacio, cuando visualiza desde éste, la morada-tierra y no la particular nación a la cual pertence, no puede sentirse menos que terrícola, habitante de la tierra, lo cual nos obliga a preservarla y a sobrevivir sobre ella en paz y acompañamiento fraterno.

Ángel Lombardi
@angellombardi




Nota: “El principio olvidado: La fraternidad” En la política y el derecho. Antonio M. Baggio (comp.)
La fraternidad en perspectiva política” Exigencias, recursos, definiciones del -principio olvidado-. Antonio M. Baggio (comp.)
Estudios recientes sobre fraternidad” De la enunciación como principio a la consolidación como perspectiva. Osvaldo Berreneche (comp.)
Fraternidad y conflicto” Enfoques, debates y perspectivas. Pablo Ramírez Rivas (comp.)
La brasa bajo la ceniza”. La fraternidad en el pensamiento de la integración latinoamericana. Un recorrido. Domingo Ighina.
Fraternidad e instituciones políticas”. Propuestas para una mjor calidad democrática. Lucas Cerviño (comp.)
Fraternidad y educación”. Un principio para la formación ciudadana y la convivencia democrática. Rodrigo Mardones (ed.)

Colección codirigida con la RUEF (Red Universitaria para el Estudio de la Fraternidad): espacio académico integrado por docentes, investigadores, graduados y alumnos avanzados de múltiples disciplinas, que pertenecen a diversas universidades de América Latina. (www.ruef.net.br)