lunes, 6 de diciembre de 2010

“El Sendero”

Esta es una novela del egipcio Naguib Mhafuz (1911), premio Nobel de literatura en 1988. Esta novela publicada originalmente en árabe en 1964 con el título de “Al Tariq” y apenas traducida en nuestra lengua en el 2003 (Ediciones mr-Martinez Roca). Este libro nos atrapa desde la primera línea. Toda la novela es una poderosa metáfora de la condición humana, presentada esta como un destino ineludible a partir de unos orígenes y una infancia que nos marca a fuego lento pero igualmente es el destino humano que se decide en y por nuestras acciones. Es la terrible libertad de nuestros actos que nos obligan a escoger y en esa decisión(es) perdernos o salvarnos. Son las encrucijadas vitales o los tiempos agónicos que determinan toda una vida.
El protagonista, Sabir Sayid vive la orfandad traumática de un padre desconocido que sale a buscar de manera infructuosa inducido por la madre moribunda. A partir de allí, toda su vida asume una dialéctica existencial de pasado-presente que se extravía en esa relación atormentada que la memoria establece. La otra presencia poderosa en la novela es la mujer: Karima, Ilham, Anfushi, mujeres arquetípicas que en sí mismas expresan en su relación con el hombre, todas las posibilidades de redención, sufrimiento y condena que existen en las relaciones humanas. La madre protectora y providente hasta la castración psicológica del hijo. Las otras mujeres que lo seducen y manipulan hasta inducir al protagonista al asesinato, así como hay otra mujer inocente y angelical que intenta redimirlo con su amor imposible.
La vida del protagonista Sabir Sayid es un destino que como todo destino humano se va definiendo en la cotidianidad por pequeñas (in)decisiones que terminan definiendo y hundiendo a Sabir en su naufragio inevitable. La filosofía del libro es pesimista y el ser humano es presentado como un ser irredimible y que por su voluntad o falta de voluntad transita su propio purgatorio y termina construyendo su propio infierno. El lenguaje del libro es poderoso y poético, con sus nubes cargadas de oscuridad y su atmósfera cómplice del estado de ánimo de los personajes, la belleza es subjetiva, no es el paisaje ni la naturaleza externa y objetiva quien nos condiciona sino es la mirada humana que la condiciona y define. En estas vidas Dios está ausente y en silencio y los seres humanos abandonados en su soledad existencial y metafísica. El sendero somos nosotros mismos en nuestro peregrinar trágico, la vida termina siendo ilusoria y absurda.

Humano, demasiado humano

Tomo la frase del filósofo Friedrich Nietzsche, para referirme a uno de los personajes más admirados de nuestro tiempo, Nelson Mandela, quien con Gandhi y Martin Luther King, resume y expresa una especie de santidad laica por sus luchas, valor e integridad. Nelson Mandela, consciente de lo que representa se niega a permitir su sacralización como un gesto de pedagogía necesaria para todos y que implica un mensaje de respeto a la verdad y a los seres humanos. Simple y directo, Mandela lo que nos quiere decir es que somos limitados e imperfectos, pero que a pesar de ello, podemos ser útiles y grandes en nuestro empeño de servir y de solidaridad militante. Todo lo anterior viene al caso por la publicación del libro autobiográfico “Conversaciones conmigo mismo” con prólogo del presidente norteamericano Barack Obama. Dice el autor que a través de su propio testimonio quiere combatir una falsa imagen que se ha difundido de él, muy a su pesar, la de un santo que nunca fué, al contrario se empeña en destacar en su libro cómo a través de su larga vida fueron muchos los errores cometidos, así como sus limitaciones, como por ejemplo al reconocer que en su juventud, sus escritos y discursos estaban llenos de “pedantería, artificialidad y falta de originalidad”. La gran lección de Mandela y de tantos otros es que siendo como todos se convierten en “diferentes y mejores” en la medida en que aprenden a crecer y a vivir con humildad y sencillez y al servicio de los demás, con una conciencia rigurosa de sus propias limitaciones, pero igualmente de sus posibilidades, lejos del cinismo y del fatalismo que sacuden tan frecuentemente nuestro mundo, como dice Barack Obama en su prólogo. El enemigo es la ignorancia y el fanatismo, no hay nada más inhumano y deshumanizador que la inconsciencia de creerse perfecto y poseedor de la verdad y con la pretensión de poder juzgar a los demás. Nelson Mandela se agiganta en su pequeñez individual y trata de vivir a la altura de las circunstancia y sobreponiéndose a sus propias debilidades y limitaciones. De alguna manera Mandela expresa la ancestral sabiduría bíblica y clásica de que el que se humilla será exaltado y que la verdadera grandeza humana no es otra cosa que la infinita capacidad de ayudar a vivir y a crecer a otros.

El poder vacío

El poder en términos conceptuales, es algo etéreo e indefinido, pero el ejercicio del poder siempre es algo tangible y concreto. En sentido antropológico y cultural, el poder implica: prestigio, representación y capacidad concreta de influir o determinar acciones que benefician o perjudican a los “otros”. En términos estrictamente políticos el “poder es el cargo” y la influencia que se tenga o se ejerza desde el mismo, aunque no necesariamente, ya que pudiera darse la posibilidad de ejercer una influencia por prestigio o modelaje ético e intelectual. Inherente al poder está la “auctoritas” y la legitimidad, esa fuerza moral intangible pero eficaz, que posibilita el verdadero ejercicio del poder, como algo necesario y positivo para los demás, es la versión moderna de la vieja frase “el que sabe y puede” para tipificar al gobernante ejemplar y al líder útil, tal como lo exigían Confucio y Platón. Frente a estos conceptos morales y filosóficos del poder, se contraponen las diversas patologías que contaminan el ejercicio del mismo, como la ilegitimidad y la arbitrariedad cuando alguien, en el ejercicio de un cargo, de manera abusiva y contraria a toda justicia, se considera único e insustituible y por encima de toda norma o límite, convierte la subjetividad y la arbitrariedad en suprema ley política. Todo poder por definición es temporal y limitado y termina en un poder vacío, solo sostenible por el temor o el terror, cuando esto sucede, la violencia es inevitable y el desenlace siempre será en contra de ese poder arbitrario y vacío, y es que “la fuerza no es poder” ya que irrespeta la única fuente legitimadora del poder que no es otra que la justicia y el consenso. Como dice Francisco Rivero en su artículo en el diario Tal Cual del 16-11-2010 “La lucha por la verdad, no por el poder, es la condición de posibilidad de toda justicia y por lo tanto de toda auténtica sociedad. De eso, de la lucha por la verdad se trata la política”.
En consecuencia nuestra crisis es política, económica, social e histórica, porque es una crisis moral, ya que desde el poder se ha dejado de practicar la justicia y se ha secuestrado la representación popular y la autonomía de los otros poderes. El poder debe volver a ser controlado por la sociedad y para ello es importante que perdamos el miedo a pensar y a actuar en consecuencia o como decía Erich Fromm en un libro emblemático “hay que perderle el miedo a la libertad”.

La revolución como ilusión


La palabra revolución de tanto repetirla y aplicarla a cualquier cosa, se convirtió en un término equívoco y vacío. La idea de cambio subyacente en la misma desaparece por el abuso nominalista. En nuestra historia política esto es fácil de ilustrar; todos nuestros dictadores y autoritarios se han presentado en algún momento como revolucionarios y la ignorancia les compró la ilusión. Las cosas no cambian pero la propaganda y el pensamiento mágico trasmuta la pesadilla real en un sueño mágico e irreal pero que opera fuertemente en el inconsciente colectivo de sociedades adormecidas e individuos que le tienen miedo a la libertad, así como a pensar, para evitar la condición de adultos que les permita asumir la propia responsabilidad frente a la realidad. En consecuencia, mucho líderes son simples ilusionistas, encantadores de serpientes, como el brujo cubano que tiene medio siglo pregonando una revolución en su isla-cárcel llena de hambre y miserias morales. Más cercano a nosotros, el discípulo dispendioso e irresponsable, que arruina a uno de los países con más posibilidades materiales de un mejor destino, con un discurso distraccionista e ilusorio, ofreciendo un futuro que ya es pasado.
La revolución no significa otra cosa que la necesidad de cambiar en una época de tiempos acelerados gracias a la tecno-ciencia y a los cambios de hábitos mentales y culturales que ella misma impulsa. El ilusionismo no solo afecta al gobierno con su pretendido cambio que no cambia nada y todo lo empeora sino también en la oposición tienen cultores, como cuando entretenidos en manipular las miserias locales, en un populismo trasnochado, olvidan que el futuro está en la economía globalizada y en la visión y esfuerzo para preparar adecuadamente a las nuevas generaciones para ese futuro que ya llegó. La política en nuestros predios sigue siendo más realismo mágico que economía política y el gobierno, en todos sus niveles, en vez de gerenciar y administrar lo que hace es ilusionar y hablar, mientras la arbitrariedad y la corrupción se nos vende como revolución. El concepto de revolución surge en la tradición moderna como un cambio político en profundidad, emblematizado en las llamadas revoluciones burguesas del siglo XVIII y XIX. En el siglo XX con la revolución bolchevique de 1917 es asumida además como un profundo cambio de sistema de carácter político, socio-económico y cultural, es decir, la revolución total, después de su fracaso ya nadie cree que la revolución no sea otra cosa sino un cambio de paradigmas mentales y culturales impulsados por la tecno-ciencia y que implica fundamentalmente una responsabilidad personal.

Interpretar la realidad


“El ser humano no es tanto señor de la Historia cuando interprete de su situación histórica”, con esta idea pudiéramos resumir uno de los ejes conceptuales del pensamiento del filósofo alemán Hans-Georg Gadamer (1900-2002). El otro concepto tiene que ver con el lenguaje que para el filósofo sólo puede existir como diálogo o coloquio,ya que piensa que la filosofía es fundamentalmente la interpretación del comportamiento humano, frente al mundo y este es esencialmente lingüístico. Gadamer hereda en 1949 la cátedra de Karl Jaspers (1883-1969) otro gran filósofo alemán en Heidelberg motivado al retiro de éste por su desilusión y amargura por la falta de conciencia de culpabilidad de los alemanes al término de la dictadura hitleriana. Gadamer fue discípulo de Heidegger (1879-1976) y una de sus tareas fue hacer accesible al maestro hermético en su terminología y lenguaje “con su poetización arcaico-esotérica” y su absolutización del yo cognoscente de la realidad a partir de la razón y la ciencia. Gadamer, a través del lenguaje y la hermenéutica, humaniza la filosofía al reconocerse en el diálogo en el otro, múltiple y diverso, y supera de alguna manera los límites cientifcistas que habían predominado en el pensamiento moderno. Gadamer es en plenitud un filósofo de nuestro tiempo, un contemporáneo del futuro, continuado de alguna manera por Habermas (1929).
Pudiéramos decir que Gadamer entendió la Universidad milenaria en su esencialidad ontológica e histórica como un espacio para el pensamiento libre, de diálogo científico, por encima de las disciplinas académicas y no vinculado ni mucho menos subordinado a ningún poder limitante. La Universidad se debe a la Sociedad más que al Estado, y su único compromiso es con la verdad científica y los valores. En estos tiempos de confusión e incertidumbre; de banalización y superficialidad, el filósofo llama la atención sobre el ser humano y sus responsabilidades, rechazando totalmente los proyectos utópicos amenazantes y peligrosos para la condición humana, como lo fue la idolatría nazi-fascista y comunista. La humanidad se ha empeñado siempre en proyectar mundos ideales como una necesidad de una u otra manera de recuperar el paraíso perdido y lo que termina construyendo en nombre de estos ideales son verdaderos infiernos en la tierra.

“Este hablar vacío”

En el periódico TalCual del 19 de Octubre de 2010 hay un interesante artículo de Francisco Rivero, titulado “Suerte de la lógica” que debería leerse y comentarse en todas nuestras escuelas de Comunicación Social y tiene que ver con la impertinente e impropia manera de preguntar e interrumpir de algunos conductores o animadores de espacios comunicacionales cuando tienen entrevistados o en actos públicos con la intromisión inoportuna de interlocutores totalmente descontextualizados. Dice Rivero: “Este hablar vacío es expresión de la alienación activa propiciada por la cultura mediática de masas, que prescinde de la lógica y le importan tres pitos pensar”. Una preocupación parecida, en un contexto cultural más amplio, han expresado diversos autores con respecto a la banalización y superficialidad de los medios de comunicación y en general de la llamada subcultura urbana casi siempre negadora o en conflicto con la lógica y la objetividad. Es increíble nuestra capacidad para la incoherencia y lo irracional, así como para la degradación reduccionista del lenguaje. Lo superfluo y lo superficial pareciera caracterizar toda la cultura urbana moderna, de allí ese naufragio colectivo de incultura y mala educación: hablamos de todo de manera irresponsable. Exageramos, calumniamos y murmuramos de manera increíble; lo inventado se convierte en verdad, sin demostración y sin apelación. Nuestra creencias de cualquier tipo es la verdad consagrada y nuestras tonterías, dichas y hechas son aceptadas sin replicar. En el tema religioso no aceptamos contradicción, ni en la política ni en lo deportivo ni en nada que creamos que son nuestras verdades. Indudablemente nos falta humildad y ciencia y nos sobra vanidad; si el lenguaje es comunicación por definición (reconocerse en el otro) nuestro hablar vacío no es lenguaje ni es comunicación. Ello explica en parte la famosa soledad urbana así como la usual agresividad en la conducta de las personas que habitan las grandes metrópolis. El lenguaje no solo comunica y expresa la realidad sino también deconstruye y degrada a la misma, de allí la obligación de atender de manera prioritaria este aspecto de lo humano, tanto en la escuela como en el contexto de la sociedad educativa, concepto novedoso que implica y compromete en todo tiempo y lugar al entorno social en el compromiso educativo y en donde el respeto y el lenguaje sin lugar a dudas constituye el primer eslabón.

El poder como enfermedad

“En el poder y en la enfermedad”, es un libro del médico y político inglés David Owen que trata del “síndrome de hybris” palabra esta última que significa en griego algo así como “una intoxicación de poder” para referirse a aquellas personas que por su desmesura, soberbia y arrogancia se creen mejor que los demás o pretenden que están por encima de otros.
Cuando el presidente se asume y proclama como el único necesario e insustituible para gobernar este país, no hay duda que sufre de hybris y evidentemente no está solo en esta megalomanía del poder, especialmente en el campo político cuando se asumen predestinados a un cargo. En el pasado reciente Rafael Caldera lo sufrió en demasía y de allí que en un afiche para una de sus tantas campañas presidenciales se identificara como “el mejor”, por cierto copiado de un político italiano del partido comunista Palmiro Togliatti. La hybris es una enfermedad extendida y endémica, la sufre el tirano del caribe Fidel Castro y cuanto dictador y líder mesiánico ande por allí. El dictador ugandés Idi Amin la sufrió hasta la excentricidad, como cuando le ofrece a Inglaterra ayuda alimentaria gobernando un país asolado por las hambrunas. Igualmente el loco de Libia, Gaddafi, o el “guerrero de Dios” Saddam Hussein, definitivamente nacidos para vergüenza y desgracia de sus pueblos. Owen, caracteriza la hybris como un desorden de la personalidad que los aísla y los incapacita para prestarle atención a otros, se aíslan y hablan en nombre del “pueblo”, la “nación” y porqué no, en su desmesura, hasta llegan a hablar de Dios, como fue el caso del sanguinario dictador Francisco Franco en España. Esta enfermedad, locura o paranoia, se acentúa con el ejercicio del poder y de allí el daño irreparable que provocan estos enfermos que nos gobiernan. En la sociedad moderna del siglo XXI tan importante va a ser el control del poder, como evitar e inhabilitar a estos individuos. La democracia moderna y en desarrollo va a exigir de manera imperativa la despersonalización del poder y la institucionalización del mismo, en aras de una responsabilidad individual pero dentro de un concepto de equipo inteligente. Una sociedad sana no puede estar gobernada por la insania, afortunadamente hemos avanzado lo suficiente como para establecer en todo momento la posibilidad de retirar constitucionalmente del poder a quienes, aunque tengan una legitimidad de origen, fracasen en una legitimidad de desempeños y resultados y puedan ser sometidos al control social respectivo.