“Necesitamos
un pueblo, aunque sólo sea por
las
ganas de marcharnos. Ser de un pueblo quiere
decir
no estar solo, saber que en la gente, en las plantas,
en
la tierra hay algo tuyo que incluso cuando no estás
sigue
esperándote”.
Cesare
Pavese
Escritor
(1908-1950)
Una sociedad existe en el tiempo y en
el espacio, es histórica y sus límites están configurados por una
lengua y una o varias culturas. Existe una identidad ontológica,
alma o espíritu de un pueblo, como lo denomina Herder. Otros se
limitan a su morfología, rasgos o características externas de una
cultura lo que nos permite hablar de ideas, representaciones,
símbolos, idearios e imaginarios, además de identificar usos,
costumbres, tradiciones, religión y mentalidades.
La identidad de un pueblo es real, en
permanente evolución. La identidad es lingüística, antropológica,
social e histórica y que permite identificar los rasgos dominantes
de una nación o de un país.
Una Sociedad no es estática, ni en el
tiempo y ni siquiera en el espacio, va haciéndose, se transforma y
evoluciona, inclusive sus bases antropológicas originales son
transformadas con la incorporación permanente de nuevos grupos
humanos de orígen étnicos diversos y con su rica carga
antropológica y cultural. Los pueblos van siendo, aunque tengan la
tendencia a arraigarse en traciones y costumbres, usos y creencias
ancestrales o milenarias.
En nuestro caso particular, Venezuela
es multidiversa, tanto en sus orígenes como en su desarrollo.
Producto de un fecundo mestizaje que no cesa de recrearse así mismo.
El país ancestral indígena era y sigue siendo diverso y las
influencias posteriores migratorias, europeas y africanas, igualmente
eran diversas y en muchos casos, antagónicas. Producto de este
crisol de la historia nuestro país se va haciendo y va consolidando
rasgos definitorios que lo particularizan sin menoscabo de la
universalidad.
El tema de la identidad cultural nos
conduce a una visión histórica pluricultural. En América Latina,
el tema de la identidad ha ocupado a intelectuales y políticos y ha
generado múltiples y polémicas respuestas. Contaminado por la
discusión política e ideológica, la polémica no cesa y
particularmente cuando el tema se convierte en un tema político y de
legitimación del poder. Abordar intelectualmente el tema de la
identidad es posible siempre y cuando el hilo conductor sea el
estudio serio y sistemático de toda la literatura existente al
respecto además de la observación científica de la propia
realidad. En el siglo XVI se forma una primera idea de nuestra
identidad a través de la experiencia y los escritos de viajeros,
exploradores y evangelizadores, idea fuertemente influida por la
cultura europea. El propio Colón forma parte de esta primera visión
y confusión al creer que había llegado a las Indias Occidentales y
cuando intuye que pudiera ser un nuevo continente termina
asimilándolo al mito del paraíso terrenal.
En
esta cadena de equívocos iniciales y a medida que los europeos
recorren y “descubren” el continente, lo van asimilando al mito
de la “Atlántida” o la “última Thule”. Américo Vespucci no
cayó en este tipo de error y vio lo que tenia que ver, aunque un
cartógrafo despistado le dio su nombre al Continente,
identificándolo como Orbe Novo o Nuevo Mundo. “En una perspectiva
eurocéntrica, conquistadores y cronistas, fueron nuestros primeros
fabuladores, se escamoteó la realidad indígena y se inventó el
mito del Nuevo Mundo” (Lombardi, Ángel. “Sobre la Identidad y la
Unidad Latinoamericana”, Academia de la Historia. Caracas (1989)
Pág. 20.
En
los siglos subsiguientes, XVII, XVIII y XIX, fueron los viajeros y
naturalistas y algunos filósofos, quienes vinculan a este
Continente, no ya con algunos mitos de la antigüedad sino con los
mitos renacentistas de la sociedad o república ideal, en particular
con la idea de utopía, como una especie de escape o evasión hacia
adelante. Después vino la emancipación política con sus ideólogos
negadores de la herencia hispana y el entronque o filiación con los
movimientos revolucionarios de Inglaterra, Francia, Europa en general
y los Estados Unidos.
Frente
al desorden y anarquía, violencia, inestabilidad y atraso de casi
todos nuestros países en el siglo XIX y XX, surge un grupo de
pensadores, que desarrollan una visión “pesimista” de nuestra
realidad e identidad; particularmente influyentes en todo el
pensamiento latinoamericano, fueron las tesis de D.F. Sarmiento, C.O.
Bunge, A. Arguedas, J. Ingenieros, S. Ramos, J.B. Alberdi, G. Freyre,
E. Martínez Estrada, H. Murena, O. Paz y algunos otros, tendencia
“pesimista” que continua hasta nuestros días y que nuestro
Augusto Mijares le salió al paso con un libro emblemático: “La
interpretación pesimista de la sociología hispanoamericana”
(1952).
En
este contexto y en esta tendencia se inscriben muchas preguntas y
respuestas sobre nuestro ”ser nacional” que terminó configurando
toda una ideología del desencanto, frustración y desolación y que
afectó a muchos de nuestros intelectuales y políticos y a algunos
integrantes de nuestras “élites”. Fue el famoso “exilio
interior” de algunos; el “finis patriae” de otros y el suicidio
de algunos de nuestros mejores escritores.
En
algunos casos, esta problemática o visión negativa de nuestro “ser
nacional” ya no era una visión ontológica o metafísica como una
especie de fatalismo o destino nacional a través de la
identificación de causas históricas concretas que eran limitaciones
objetivas, pero que debían y podían ser superadas. Otra tendencia,
como respuesta a lo anterior, se afirma sobre una visión “optimista”
del país y unas “cualidades” que el “pueblo” poseía.
Extranjerizantes
y criollistas polarizaron una dialéctica (tesis-antítesis) que a
nuestro juicio , todavía no ha producido la “síntesis”
necesaria, que nos permita reconocernos como un colectivo nacional,
con “virtudes” y “defectos”, como es lógico pensar que
tenemos, y que nos permita elaborar un proyecto político,
fundamentalmente educativo y cultural, que potencie nuestras
posibilidades y disminuya o neutralice nuestras limitaciones. Ningún
pueblo se suicida y ninguna sociedad se niega a avanzar, progresar y
a cambiar. Venezuela y los venezolanos no somos la excepción.
Antropológica y culturalmente tenemos rasgos propios y definitorios
así como tenemos una lengua española castellana compartida con
otros, pueblos pero que se particulariza en un “habla venezolana”
que el lingüista Ángel Rosemblat, entre otros ayudó a definir,
especialmente en ese delicioso e importante libro: “Buenas y malas
palabras”. Andrés Bello se ocupó, con su gramática, en “fijar”
una lengua española común en el continente hispano-americano que
hoy nos permite entendernos y comunicarnos directamente sin menoscabo
de las modalidades locales, regionales y nacionales, que enriquecen y
dinamizan nuestra lengua común. En Venezuela es “sabroso” oír
hablar a nuestros andinos, orientales, capitalinos, “maracuchos”,
etc., en una lengua común y diferente al mismo tiempo.
Algunos
autores identifican rasgos que vienen de la Venezuela rural,
inconvenientes para la vida moderna: conductas “nepóticas”,
“clánicas” o “tribales” que se trasladan al mundo social,
económico y político. El famoso “compadrazgo” rural, en algunos
casos, cumplía funciones de cohesión y protección pero en otros,
era la complicidad automática y la permisividad cómplice. Hoy
hablamos de “amiguismo”, de “carnet” partidista o de “listas
políticas” para mantener la “exclusión” y niveles primitivos
de participación social.
Igualmente
se identifican rasgos, usos y costumbres, vinculados a la “pobreza”
que resultan inconvenientes para el progreso personal y nacional,
como por ejemplo, asumir la pobreza como un fatalismo o destino que
nos conduce al conformismo y a la pasividad, y a depender de otros,
particularmente del gobierno o del Estado.
Una
mentalidad muy generalizada es el pensamiento mágico, de una riqueza
saudita producto del azar y la suerte y que se nos da “porque sí”
sin esfuerzo alguno, rasgo éste acentuado por cierta “subcultura
del petróleo” o más bien “anticultura” que en Venezuela todos
identificamos con el “sauditismo” que alcanzó su cima en los 70’
y 80’ del siglo pasado con el “boom petrolero” y que hoy tiende
a reproducirse en este nuevo “boom petrolero” y su
“boliburguesía” arribista de recién llegados.
En
función de esto, algunos autores hablan de una “sociedad enferma”
o extraviada que en su extravío y confusión, empezando por las
“élites”, han propiciado otro rasgo anacrónico nacional, que en
el plano político, se ha expresado en el culto a “la gorra” como
si estuviéramos atrapados en la profecía del Libertador, de no
terminar de salir nunca del “cuartel”. Mucha tinta ha corrido y
corre sobre nuestra “incapacidad” para administrar la riqueza
petrolera confundiendo corrupción e ineficiencia, perfectamente
controlable en términos legales y políticos como un rasgo nacional
que tenemos que tolerar.
Otro
expediente cómodo ha sido, especialmente en nuestras “élites”,
gobernantes y clases dirigentes, recurrir al “antiyanquismo” y el
“anti-imperialismo” o la “burguesía” o la “derecha”
identificados como el enemigo interno y externo para responsabilizar
a cualquiera menos a nosotros mismos. En los años 70’ del siglo XX
se elaboró una teoría al respecto ampliamente difundida, “la
teoría de la dualidad y la dependencia” que trasladaba la
responsabilidad del atraso a una relación de dependencia colonial o
neocolonial. El sentido común nos indica que los principales
responsables de nuestra realidad y destino somos nosotros mismos y
que es muy cómodo no asumir nuestras responsabilidades, anulando o
escamoteando un principio fundamental de la ciudadanía y la
modernidad, que somos o debemos ser, “seres libres y responsables”.
La sociedad contemporánea no deja de ser lo que es, en su identidad
básica, es decir, lengua, costumbres, mentalidades y cultura en
general, pero obligado a convivir en la diversidad cultural y
civilizatoria, debe abrirse de manera amplia y dinámica, a esa
diversidad, hacia adetro y hacia afuera sin menoscabo de su
“originalidad” como pueblo y cultura, asumiendo de manera
apropiada el principio del “uno y múltiple”. En el mundo de hoy
hay una fuerte tendencia a la homogeneidad industrial, urbana y
tecnológica pero igualmente subsisten “las diversidades”; que a
mi juicio, no son incompatibles y en cierto sentido terminan siendo
necesarias. Compartimos una morada común: la Tierra, y podemos y
debemos compartir un futuro común.
C.
Levy Strauss decía en algunos de sus textos, “la identidad es una
especie de recurso necesario para explicar un montón de cosas pero
que en si misma carece de existencia real”. Nuestra identidad no es
otra cosa que nuestra historia. En cada individuo hay un sentimiento
telúrico de pertenencia a un lugar; es el “omphalo” griego que
en la modernidad se asume como “nacionalidad”. Igualmente hay
unos símbolos compartidos, una lengua, una cultura, un
pasado-presente-futuro común.
Igualmente
nos identificamos por “oposición” y por “semejanza” a algo o
a alguien. Nos creemos “únicos y especiales” y “diferentes”,
aunque cada vez, ésto es menos verdad en el mundo contemporáneo,
crecientemente integrado y cada vez mas intensamente comunicado.
La
“cultura” nos “separa” y nos “conecta”. Definidos desde
“afuera” y desde “adentro” hay como una “leyenda negra” y
una “leyenda dorada” de nosotros mismos.
Lo
importante es “identificarnos” como realmente somos, desde un
“ser” histórico específico, en función de un “deber ser”
compartido por la mayoría como cultura, armonía y consciencia de
pueblo, como país, y nación estado y también como humanidad. El
etnocentrismo histórico y la endogamia cultural ya no definen la
historia; somos pueblos acompañados por otros pueblos, en igualdad
de derechos y debemos tratar de lograr la igualdad de oportunidades.
La
gran utopía contemporánea, y a mi juicio la prioridad de nuestro
tiempo, en términos sociales y políticos, es hacer posible la
fraternidad, sobre la base del diálogo y la libertad sustentada en
la fraternidad. Comunicación en la diversidad y acortando o
aminorando los múltiples desequilibrios que en lo económico, social
y ambiental hemos propiciado. Somos diversos, pero la humanidad es
una sola.
Las
raíces de la sociedad venezolana se pierden en el tiempo y sólo a
partir de los siglos XVII y XVIII se puede identificar una incipiente
y difusa consciencia y cultura nacional, expresada
historiograficamente por J. Oviedo y Baños (1671-1738) en su
importante obra “Historia de la Conquista y Población de la
Provincia de Venezuela”, (1723). En esta misma tradición se
inscribe el ensayo de A. Bello (1781-1865) “Resumen de la Historia
de Venezuela” (1808); en ambos libros se expresa una idea de país,
el de una sociedad y una cultura nacional en formación cuya
expresión concreta, a nivel histórico, es la creación de la
Capitanía General de Venezuela en 1777 y la posterior Independencia
de 1810-1830.
En
1830, consolidada la emancipación y disuelta la Gran Colombia, se
siente la necesidad de identificar al país en términos
historiográficos y cartográficos precisos y la tarea le es asignada
a R. M. Baralt (1810-1860) y Agustín Codazzi (1793-1859)
respectivamente. De ese esfuerzo surge la monumental obra que es el
“Resumen de la Historia de Venezuela” (1841) de Baralt y el
“Resumen de la Geografía de Venezuela, Mapa general de Venezuela y
Atlas Físico y Político de la República” (1841) de Codazzi; es
el retrato oficial del país que intenta conocerse y reconocerse, el
pasado indígena y colonial; la epopeya emancipadora y la poderosa
figura de Bolívar como padre fundador de la Patria.
Casi
100 años después, otro historiador, J. G. Fortoul (1861-1943) y
otra historia por encargo, “Historia Constitucional de Venezuela”
(1906), cumple una tarea parecida, identificar y fijar el proceso
histórico nacional.
En
los albores del siglo XX, Venezuela es un país que se reconoce a si
mismo, como sociedad y cultura nacional, en su especificidad,
características y valores identitarios; Venezuela, como Estado o
Nación es un hecho incontrovertible de la historia y en el siglo XX,
alcanza de manera definitiva sus perfiles sociales y culturales, como
una identidad sentida y asumida por todos los habitantes de esta
tierra.
Hay
una historia nacional historiograficamente expresada y una cultura
propia y específica cuyos rasgos mas sobresalientes nos expresan e
identifican a todos los venezolanos. Etnográficamente y
antropológicamente se le da su justo valor a nuestro mestizaje. Se
asume la “evangelización” católica como otro rasgo distintivo.
La “cultura popular” se convierte en nuestra carta de identidad
por excelencia: lengua, usos, costumbres, tradiciones, música,
gastronomía; todos se identifican con todos en la manera de ser
venezolano. Hay un ideario y una simbología y un imaginario
venezolano. Diversos autores, escritores y artistas, desarrollan una
obra importante de auto-reconocimiento; para citar algunos, a nuestro
juicio emblemáticos por su aceptación y difusión en el colectivo,
tenemos a Rómulo Gallegos, Andrés Eloy Blanco, Mario Briceño
Iragorry, M. Picón Salas y A. Uslar Pietri.
Con
todo derecho podemos hablar de un pensamiento, un arte y una
literatura nacional de fuerte entronque latinoamericano y múltiples
influencias, en particular europeas y norteamericanas.
El
siglo XX, en términos sociales y culturales, fue dinámico y
positivo. Se desarrolló una sociedad moderna y una cultura
cosmopolita sin menoscabo de la fuerte presencia de lo popular en
nuestra vida colectiva. Aparece el petróleo, hecho que perturba y
dinamiza, como ningún otro factor, a nuestro proceso socio-cultural
y posibilita, a nivel político, el desarrollo de un proyecto
democrático.
Un
país nunca termia de hacerse y Venezuela no es la excepción; pero
este comienzo del siglo XXI nos encuentra en una encrucijada difícil
y problemática pero nunca más preparados, en términos de recursos
humanos y capital social, para enfrentar exitosamente el futuro. Hay
que seguir desarrollando el proyecto democrático como un proyecto
civilizatorio; corregir sus desviaciones autoritarias y sus
tentaciones totalitarias y dotarla de un alto sentido social.
Venezuela,
como tantos otros países de América Latina, participa de realidades
complejas y difíciles, sometida a fuertes desigualdades y
desequilibrios. En nosotros conviven tiempos históricos diferentes,
en algunos casos, antagónicos entre si. Nuestra sociedad es de una
complejidad creciente y sometida a un cambio incesante. Nuestro
proceso de modernización y urbanismo, fue muy acelerado y por
consiguiente, traumático en muchos aspectos. El atraso y las
injusticias, así como la violencia, tienden a imponerse más allá
de lo tolerable. El venezolano “bueno” existe y nuestro pueblo
tiende a ser asumido en general en términos positivos: abierto,
amable, amigable, generoso; pero igualmente existe un venezolano que
no termina de asumir sus responsabilidades, alejado de la educación
y con un a fuerte carga de “orfandad psíquica” y complejos y
resentimientos sociales.
Una
sociedad es una historia, al igual que una cultura es histórica, es
decir, un “continium” tempo-espacial; una cronotopía que se va
haciendo, de allí lo fascinante que es la invitación a seguir
haciendo a Venezuela cada vez mejor; ello nos obliga a todos y a cada
uno de los venezolanos, a asumir nuestras responsabilidades, a
colocarnos y prepararnos para ello, en el entendido que un país es
un pasado pero fundamentalmente un futuro que siempre comienza
siendo un presente.
Venezuela
es una herencia y un capital; es una obligación y una oportunidad;
un patrimonio, fundamentalmente espiritual y cultural. El país está
constituido por seres que ya no nos acompañan los ancestros, por los
contemporáneos y por los no nacidos todavía, esos contemporáneos
del futuro, que nos obligan en nuestro presente, al máximo esfuerzo
y al mejor resultado. Una patria es fundamentalmente un sentimiento
de gratitud e identificación y un compromiso de servicio, permanente
y generoso.
Nuestro
ilustre M. Picón Salas decía: “En la lengua española el
instrumento de identificación mayor…idioma e historia…tienden un
sentimiento de fraternidad entre nuestros pueblos. Toca a los
escritores y pensadores de nuestros países fortalecer cada vez más
las bases de ese entendimiento, y desenvolver la dialéctica con que
suba al plano de la consciencia activa lo que hasta ahora vivimos
como puro impulso emocional”.
Los
seres humanos vivimos, una y muchas patrias; el “terruño”, la
“matría”, la patria nacional y la patria grande latinoamericana,
y frente a estas realidades las asumimos desde la política y la
cultura como realidades y posibilidades creativas.
El
pasado, igualmente es uno solo; la historia no se repite, pero puede
ser interpretada de diferentes maneras. Como diría Augusto Mijares,
podemos asumir una óptica pesimista de “sembradores de cenizas”,
como si el destino histórico fuera un fatalismo para la derrota y el
fracaso y no como nos impulsa a pensar el mismo autor: “lo
afirmativo” construido a fuerza de civilidad y cultura. Hecho el
balance de nuestra historia no tengo la menor duda sobre lo
“afirmativo venezolano” como rasgo dominante de nuestra sociedad
y cultura, sin menoscabo de la necesaria autocrítica, para corregir
y seguir avanzando.
Referencias:
Lombardi, Ángel
(1989). Sobre la Identidad y la Unidad Latinoamericana. Caracas.
Academia Nacional de la Historia.
Lombardi. Ángel
(1969). Introducción a la Historia. Cuatro Ediciones. La Universidad
del Zulia (LUZ) y Universidad Católica Cecilio Acosta (UNICA)