lunes, 7 de diciembre de 2015

Una Política para una nueva Utopía

En el siglo XXI, prácticamente han sido canceladas todas las ilusiones y las utopías de la modernidad, fundamentalmente la idea de progreso y sus diversas derivaciones particularmente las palabras: modernización, desarrollo y revolución. Las palabras: progreso, que implica los conceptos de modernización, de desarrollo y revolución, nos remiten a la idea “de otro mundo posible anhelado”. Después de tres siglos convulsionados y trágicos, sin lugar a dudas, la humanidad, o por lo menos parte de ella, ha avanzado, pero ya muy pocos siguen pensando que éste es el mejor mundo posible. En consecuencia se nos obliga a elaborar nuevas utopías y paradigmas políticos que vayan más allá de los conceptos aludidos.

La humanidad en este comienzo de siglo vive de manera agónica viejos y nuevos desafíos. La pobreza con su carga de desigualdades e injusticias, nos sigue acompañando y la tierra como casa común luce agotada y fatigada y en la perspectiva del desarrollo tecnológico y la unificación financiera del globo, la globalización se presenta como amenaza y oportunidad. La globalización no puede ser la simple proyección de las hegemonías geopolíticas sino una oportunidad para desarrollar sistemas políticos locales, regionales y mundiales que fusionen “polis” y “domus”, como dice José Laguna, “que integre justicia y cuidado”.

En la realidad histórica cabe todo y estamos todos, es lo real en presencia, profundidad y expansión “solo si la realidad puede dar más de sí, es posible plantearse políticas con alma escatológica, capaces de inaugurar futuros no predichos”. La humanidad es una sola, en el sentido ontológico, pero sólo es comprensible desde la multiculturalidad, una y diversa.

La historia no es solo lo que va siendo predeterminado, como lo plantea la teoría del progreso sino es la historia viva, indeterminada, lo que va siendo-haciéndose (nos reproducimos culturalmente, idénticos a sí mismos, pero igualmente creando novedades y no solo artísticas y tecnológicas).

“La historia no se predice, se produce… lo real abarca tanto lo actual como lo posible”.

El progreso de todos va a depender de las oportunidades reales para todos y la capacitación a una escala planetaria que permita convertir derechos abstractos en libertades reales para todos y cada uno. Como dice José Laguna: tenemos que abrirnos a un “progreso capacitante”.

Qué hacer y cómo hacer para “engendrar futuro” en términos de progreso real, cuantitativo y cualitativo y no simplemente más de los mismo, aunque lo disfracemos de novedad, un poco a la manera de la moda en las sociedades abiertas o la revolución en las sociedades cerradas.

Si bien en la evolución histórica podemos identificar una fuerza homogeneizante, como el hombre unidimensional de Marcuse, o la visión de totalidad y progreso de Hegel, o el autodesenvolvimiento de la razón de Kant, en realidad la historia realmente avanza cuando logra integrar los que viven al margen, lo prohibido, el tabú, o la exclusión en general, como las llama Laguna: las “anomalías”.

En esta modernidad líquida, como fue llamada, donde todo es moldeable y adaptable, incluyendo la moral, y en donde todo está permitido si aceptamos la tesis de la muerte de Dios, la globalización y todo lo inherente a ella se convierten en datos empíricos no tanto para calificar o descalificar sino desafíos para desde una nueva política intentar definir las nuevas utopías del siglo. El primer desafío es la superación de los “ismos” anacrónicos que nos siguen acompañando, así como categorías políticas cada día más vacías: desarrollismo, liberalismo, nacionalismo, revolucionarismo, nazismo, fascismo, socialismos, comunismos. Inlusive ya los términos de izquierdas y derechas cada vía van significando menos, y tienden a confundir la percepción real de lo real sobre esquemas ideológicos y teorías cada vez más anacrónicas. Categorías teóricamente cada vez más insuficientes para explicar y proyectar la dinámica real de esta humanidad que no termina de abandonar el siglo XX y no empieza a construir algo diferente y mejor en este siglo XXI que recién comienza. Estamos en presencia de un cambio profundo de paradigmas y realidades, y frente a estas complejas y amenazantes realidades, en donde una vez más la guerra y la paz vuelven a hacer nuestros desafíos mayores, muchos nos proponen que repensemos la política desde conceptos fundamentales y Laguna, concretamente, nos propone repensar la política desde la “polis” y el “domus”, como él dice “todo viene determinado por la necesidad de conciliar contrato social y fraternidad en el discurso y la práctica política.”

La modernidad se inauguró políticamente con la declaración de los derechos del ciudadano en 1789 y las tres palabras-programa que han inspirado toda la acción política de la modernidad: libertad, igual y fraternidad; siendo esta última la palabra olvidada y quizás la que más urgentemente hay que recuperar, ya que con la fraternidad es como realmente estaríamos garantizando la libertad y la igualdad.

sábado, 26 de septiembre de 2015

Identidad, sociedad y cultura



Necesitamos un pueblo, aunque sólo sea por
las ganas de marcharnos. Ser de un pueblo quiere
decir no estar solo, saber que en la gente, en las plantas,
en la tierra hay algo tuyo que incluso cuando no estás
sigue esperándote”.

Cesare Pavese
Escritor
(1908-1950)


Una sociedad existe en el tiempo y en el espacio, es histórica y sus límites están configurados por una lengua y una o varias culturas. Existe una identidad ontológica, alma o espíritu de un pueblo, como lo denomina Herder. Otros se limitan a su morfología, rasgos o características externas de una cultura lo que nos permite hablar de ideas, representaciones, símbolos, idearios e imaginarios, además de identificar usos, costumbres, tradiciones, religión y mentalidades.
La identidad de un pueblo es real, en permanente evolución. La identidad es lingüística, antropológica, social e histórica y que permite identificar los rasgos dominantes de una nación o de un país.
Una Sociedad no es estática, ni en el tiempo y ni siquiera en el espacio, va haciéndose, se transforma y evoluciona, inclusive sus bases antropológicas originales son transformadas con la incorporación permanente de nuevos grupos humanos de orígen étnicos diversos y con su rica carga antropológica y cultural. Los pueblos van siendo, aunque tengan la tendencia a arraigarse en traciones y costumbres, usos y creencias ancestrales o milenarias.
En nuestro caso particular, Venezuela es multidiversa, tanto en sus orígenes como en su desarrollo. Producto de un fecundo mestizaje que no cesa de recrearse así mismo. El país ancestral indígena era y sigue siendo diverso y las influencias posteriores migratorias, europeas y africanas, igualmente eran diversas y en muchos casos, antagónicas. Producto de este crisol de la historia nuestro país se va haciendo y va consolidando rasgos definitorios que lo particularizan sin menoscabo de la universalidad.
El tema de la identidad cultural nos conduce a una visión histórica pluricultural. En América Latina, el tema de la identidad ha ocupado a intelectuales y políticos y ha generado múltiples y polémicas respuestas. Contaminado por la discusión política e ideológica, la polémica no cesa y particularmente cuando el tema se convierte en un tema político y de legitimación del poder. Abordar intelectualmente el tema de la identidad es posible siempre y cuando el hilo conductor sea el estudio serio y sistemático de toda la literatura existente al respecto además de la observación científica de la propia realidad. En el siglo XVI se forma una primera idea de nuestra identidad a través de la experiencia y los escritos de viajeros, exploradores y evangelizadores, idea fuertemente influida por la cultura europea. El propio Colón forma parte de esta primera visión y confusión al creer que había llegado a las Indias Occidentales y cuando intuye que pudiera ser un nuevo continente termina asimilándolo al mito del paraíso terrenal.
En esta cadena de equívocos iniciales y a medida que los europeos recorren y “descubren” el continente, lo van asimilando al mito de la “Atlántida” o la “última Thule”. Américo Vespucci no cayó en este tipo de error y vio lo que tenia que ver, aunque un cartógrafo despistado le dio su nombre al Continente, identificándolo como Orbe Novo o Nuevo Mundo. “En una perspectiva eurocéntrica, conquistadores y cronistas, fueron nuestros primeros fabuladores, se escamoteó la realidad indígena y se inventó el mito del Nuevo Mundo” (Lombardi, Ángel. “Sobre la Identidad y la Unidad Latinoamericana”, Academia de la Historia. Caracas (1989) Pág. 20.
En los siglos subsiguientes, XVII, XVIII y XIX, fueron los viajeros y naturalistas y algunos filósofos, quienes vinculan a este Continente, no ya con algunos mitos de la antigüedad sino con los mitos renacentistas de la sociedad o república ideal, en particular con la idea de utopía, como una especie de escape o evasión hacia adelante. Después vino la emancipación política con sus ideólogos negadores de la herencia hispana y el entronque o filiación con los movimientos revolucionarios de Inglaterra, Francia, Europa en general y los Estados Unidos.
Frente al desorden y anarquía, violencia, inestabilidad y atraso de casi todos nuestros países en el siglo XIX y XX, surge un grupo de pensadores, que desarrollan una visión “pesimista” de nuestra realidad e identidad; particularmente influyentes en todo el pensamiento latinoamericano, fueron las tesis de D.F. Sarmiento, C.O. Bunge, A. Arguedas, J. Ingenieros, S. Ramos, J.B. Alberdi, G. Freyre, E. Martínez Estrada, H. Murena, O. Paz y algunos otros, tendencia “pesimista” que continua hasta nuestros días y que nuestro Augusto Mijares le salió al paso con un libro emblemático: “La interpretación pesimista de la sociología hispanoamericana” (1952).
En este contexto y en esta tendencia se inscriben muchas preguntas y respuestas sobre nuestro ”ser nacional” que terminó configurando toda una ideología del desencanto, frustración y desolación y que afectó a muchos de nuestros intelectuales y políticos y a algunos integrantes de nuestras “élites”. Fue el famoso “exilio interior” de algunos; el “finis patriae” de otros y el suicidio de algunos de nuestros mejores escritores.
En algunos casos, esta problemática o visión negativa de nuestro “ser nacional” ya no era una visión ontológica o metafísica como una especie de fatalismo o destino nacional a través de la identificación de causas históricas concretas que eran limitaciones objetivas, pero que debían y podían ser superadas. Otra tendencia, como respuesta a lo anterior, se afirma sobre una visión “optimista” del país y unas “cualidades” que el “pueblo” poseía.
Extranjerizantes y criollistas polarizaron una dialéctica (tesis-antítesis) que a nuestro juicio , todavía no ha producido la “síntesis” necesaria, que nos permita reconocernos como un colectivo nacional, con “virtudes” y “defectos”, como es lógico pensar que tenemos, y que nos permita elaborar un proyecto político, fundamentalmente educativo y cultural, que potencie nuestras posibilidades y disminuya o neutralice nuestras limitaciones. Ningún pueblo se suicida y ninguna sociedad se niega a avanzar, progresar y a cambiar. Venezuela y los venezolanos no somos la excepción. Antropológica y culturalmente tenemos rasgos propios y definitorios así como tenemos una lengua española castellana compartida con otros, pueblos pero que se particulariza en un “habla venezolana” que el lingüista Ángel Rosemblat, entre otros ayudó a definir, especialmente en ese delicioso e importante libro: “Buenas y malas palabras”. Andrés Bello se ocupó, con su gramática, en “fijar” una lengua española común en el continente hispano-americano que hoy nos permite entendernos y comunicarnos directamente sin menoscabo de las modalidades locales, regionales y nacionales, que enriquecen y dinamizan nuestra lengua común. En Venezuela es “sabroso” oír hablar a nuestros andinos, orientales, capitalinos, “maracuchos”, etc., en una lengua común y diferente al mismo tiempo.
Algunos autores identifican rasgos que vienen de la Venezuela rural, inconvenientes para la vida moderna: conductas “nepóticas”, “clánicas” o “tribales” que se trasladan al mundo social, económico y político. El famoso “compadrazgo” rural, en algunos casos, cumplía funciones de cohesión y protección pero en otros, era la complicidad automática y la permisividad cómplice. Hoy hablamos de “amiguismo”, de “carnet” partidista o de “listas políticas” para mantener la “exclusión” y niveles primitivos de participación social.
Igualmente se identifican rasgos, usos y costumbres, vinculados a la “pobreza” que resultan inconvenientes para el progreso personal y nacional, como por ejemplo, asumir la pobreza como un fatalismo o destino que nos conduce al conformismo y a la pasividad, y a depender de otros, particularmente del gobierno o del Estado.
Una mentalidad muy generalizada es el pensamiento mágico, de una riqueza saudita producto del azar y la suerte y que se nos da “porque sí” sin esfuerzo alguno, rasgo éste acentuado por cierta “subcultura del petróleo” o más bien “anticultura” que en Venezuela todos identificamos con el “sauditismo” que alcanzó su cima en los 70’ y 80’ del siglo pasado con el “boom petrolero” y que hoy tiende a reproducirse en este nuevo “boom petrolero” y su “boliburguesía” arribista de recién llegados.
En función de esto, algunos autores hablan de una “sociedad enferma” o extraviada que en su extravío y confusión, empezando por las “élites”, han propiciado otro rasgo anacrónico nacional, que en el plano político, se ha expresado en el culto a “la gorra” como si estuviéramos atrapados en la profecía del Libertador, de no terminar de salir nunca del “cuartel”. Mucha tinta ha corrido y corre sobre nuestra “incapacidad” para administrar la riqueza petrolera confundiendo corrupción e ineficiencia, perfectamente controlable en términos legales y políticos como un rasgo nacional que tenemos que tolerar.
Otro expediente cómodo ha sido, especialmente en nuestras “élites”, gobernantes y clases dirigentes, recurrir al “antiyanquismo” y el “anti-imperialismo” o la “burguesía” o la “derecha” identificados como el enemigo interno y externo para responsabilizar a cualquiera menos a nosotros mismos. En los años 70’ del siglo XX se elaboró una teoría al respecto ampliamente difundida, “la teoría de la dualidad y la dependencia” que trasladaba la responsabilidad del atraso a una relación de dependencia colonial o neocolonial. El sentido común nos indica que los principales responsables de nuestra realidad y destino somos nosotros mismos y que es muy cómodo no asumir nuestras responsabilidades, anulando o escamoteando un principio fundamental de la ciudadanía y la modernidad, que somos o debemos ser, “seres libres y responsables”. La sociedad contemporánea no deja de ser lo que es, en su identidad básica, es decir, lengua, costumbres, mentalidades y cultura en general, pero obligado a convivir en la diversidad cultural y civilizatoria, debe abrirse de manera amplia y dinámica, a esa diversidad, hacia adetro y hacia afuera sin menoscabo de su “originalidad” como pueblo y cultura, asumiendo de manera apropiada el principio del “uno y múltiple”. En el mundo de hoy hay una fuerte tendencia a la homogeneidad industrial, urbana y tecnológica pero igualmente subsisten “las diversidades”; que a mi juicio, no son incompatibles y en cierto sentido terminan siendo necesarias. Compartimos una morada común: la Tierra, y podemos y debemos compartir un futuro común.
C. Levy Strauss decía en algunos de sus textos, “la identidad es una especie de recurso necesario para explicar un montón de cosas pero que en si misma carece de existencia real”. Nuestra identidad no es otra cosa que nuestra historia. En cada individuo hay un sentimiento telúrico de pertenencia a un lugar; es el “omphalo” griego que en la modernidad se asume como “nacionalidad”. Igualmente hay unos símbolos compartidos, una lengua, una cultura, un pasado-presente-futuro común.
Igualmente nos identificamos por “oposición” y por “semejanza” a algo o a alguien. Nos creemos “únicos y especiales” y “diferentes”, aunque cada vez, ésto es menos verdad en el mundo contemporáneo, crecientemente integrado y cada vez mas intensamente comunicado.
La “cultura” nos “separa” y nos “conecta”. Definidos desde “afuera” y desde “adentro” hay como una “leyenda negra” y una “leyenda dorada” de nosotros mismos.
Lo importante es “identificarnos” como realmente somos, desde un “ser” histórico específico, en función de un “deber ser” compartido por la mayoría como cultura, armonía y consciencia de pueblo, como país, y nación estado y también como humanidad. El etnocentrismo histórico y la endogamia cultural ya no definen la historia; somos pueblos acompañados por otros pueblos, en igualdad de derechos y debemos tratar de lograr la igualdad de oportunidades.
La gran utopía contemporánea, y a mi juicio la prioridad de nuestro tiempo, en términos sociales y políticos, es hacer posible la fraternidad, sobre la base del diálogo y la libertad sustentada en la fraternidad. Comunicación en la diversidad y acortando o aminorando los múltiples desequilibrios que en lo económico, social y ambiental hemos propiciado. Somos diversos, pero la humanidad es una sola.
Las raíces de la sociedad venezolana se pierden en el tiempo y sólo a partir de los siglos XVII y XVIII se puede identificar una incipiente y difusa consciencia y cultura nacional, expresada historiograficamente por J. Oviedo y Baños (1671-1738) en su importante obra “Historia de la Conquista y Población de la Provincia de Venezuela”, (1723). En esta misma tradición se inscribe el ensayo de A. Bello (1781-1865) “Resumen de la Historia de Venezuela” (1808); en ambos libros se expresa una idea de país, el de una sociedad y una cultura nacional en formación cuya expresión concreta, a nivel histórico, es la creación de la Capitanía General de Venezuela en 1777 y la posterior Independencia de 1810-1830.
En 1830, consolidada la emancipación y disuelta la Gran Colombia, se siente la necesidad de identificar al país en términos historiográficos y cartográficos precisos y la tarea le es asignada a R. M. Baralt (1810-1860) y Agustín Codazzi (1793-1859) respectivamente. De ese esfuerzo surge la monumental obra que es el “Resumen de la Historia de Venezuela” (1841) de Baralt y el “Resumen de la Geografía de Venezuela, Mapa general de Venezuela y Atlas Físico y Político de la República” (1841) de Codazzi; es el retrato oficial del país que intenta conocerse y reconocerse, el pasado indígena y colonial; la epopeya emancipadora y la poderosa figura de Bolívar como padre fundador de la Patria.
Casi 100 años después, otro historiador, J. G. Fortoul (1861-1943) y otra historia por encargo, “Historia Constitucional de Venezuela” (1906), cumple una tarea parecida, identificar y fijar el proceso histórico nacional.
En los albores del siglo XX, Venezuela es un país que se reconoce a si mismo, como sociedad y cultura nacional, en su especificidad, características y valores identitarios; Venezuela, como Estado o Nación es un hecho incontrovertible de la historia y en el siglo XX, alcanza de manera definitiva sus perfiles sociales y culturales, como una identidad sentida y asumida por todos los habitantes de esta tierra.
Hay una historia nacional historiograficamente expresada y una cultura propia y específica cuyos rasgos mas sobresalientes nos expresan e identifican a todos los venezolanos. Etnográficamente y antropológicamente se le da su justo valor a nuestro mestizaje. Se asume la “evangelización” católica como otro rasgo distintivo. La “cultura popular” se convierte en nuestra carta de identidad por excelencia: lengua, usos, costumbres, tradiciones, música, gastronomía; todos se identifican con todos en la manera de ser venezolano. Hay un ideario y una simbología y un imaginario venezolano. Diversos autores, escritores y artistas, desarrollan una obra importante de auto-reconocimiento; para citar algunos, a nuestro juicio emblemáticos por su aceptación y difusión en el colectivo, tenemos a Rómulo Gallegos, Andrés Eloy Blanco, Mario Briceño Iragorry, M. Picón Salas y A. Uslar Pietri.
Con todo derecho podemos hablar de un pensamiento, un arte y una literatura nacional de fuerte entronque latinoamericano y múltiples influencias, en particular europeas y norteamericanas.
El siglo XX, en términos sociales y culturales, fue dinámico y positivo. Se desarrolló una sociedad moderna y una cultura cosmopolita sin menoscabo de la fuerte presencia de lo popular en nuestra vida colectiva. Aparece el petróleo, hecho que perturba y dinamiza, como ningún otro factor, a nuestro proceso socio-cultural y posibilita, a nivel político, el desarrollo de un proyecto democrático.
Un país nunca termia de hacerse y Venezuela no es la excepción; pero este comienzo del siglo XXI nos encuentra en una encrucijada difícil y problemática pero nunca más preparados, en términos de recursos humanos y capital social, para enfrentar exitosamente el futuro. Hay que seguir desarrollando el proyecto democrático como un proyecto civilizatorio; corregir sus desviaciones autoritarias y sus tentaciones totalitarias y dotarla de un alto sentido social.
Venezuela, como tantos otros países de América Latina, participa de realidades complejas y difíciles, sometida a fuertes desigualdades y desequilibrios. En nosotros conviven tiempos históricos diferentes, en algunos casos, antagónicos entre si. Nuestra sociedad es de una complejidad creciente y sometida a un cambio incesante. Nuestro proceso de modernización y urbanismo, fue muy acelerado y por consiguiente, traumático en muchos aspectos. El atraso y las injusticias, así como la violencia, tienden a imponerse más allá de lo tolerable. El venezolano “bueno” existe y nuestro pueblo tiende a ser asumido en general en términos positivos: abierto, amable, amigable, generoso; pero igualmente existe un venezolano que no termina de asumir sus responsabilidades, alejado de la educación y con un a fuerte carga de “orfandad psíquica” y complejos y resentimientos sociales.
Una sociedad es una historia, al igual que una cultura es histórica, es decir, un “continium” tempo-espacial; una cronotopía que se va haciendo, de allí lo fascinante que es la invitación a seguir haciendo a Venezuela cada vez mejor; ello nos obliga a todos y a cada uno de los venezolanos, a asumir nuestras responsabilidades, a colocarnos y prepararnos para ello, en el entendido que un país es un pasado pero fundamentalmente un futuro que siempre comienza siendo un presente.
Venezuela es una herencia y un capital; es una obligación y una oportunidad; un patrimonio, fundamentalmente espiritual y cultural. El país está constituido por seres que ya no nos acompañan los ancestros, por los contemporáneos y por los no nacidos todavía, esos contemporáneos del futuro, que nos obligan en nuestro presente, al máximo esfuerzo y al mejor resultado. Una patria es fundamentalmente un sentimiento de gratitud e identificación y un compromiso de servicio, permanente y generoso.
Nuestro ilustre M. Picón Salas decía: “En la lengua española el instrumento de identificación mayor…idioma e historia…tienden un sentimiento de fraternidad entre nuestros pueblos. Toca a los escritores y pensadores de nuestros países fortalecer cada vez más las bases de ese entendimiento, y desenvolver la dialéctica con que suba al plano de la consciencia activa lo que hasta ahora vivimos como puro impulso emocional”.
Los seres humanos vivimos, una y muchas patrias; el “terruño”, la “matría”, la patria nacional y la patria grande latinoamericana, y frente a estas realidades las asumimos desde la política y la cultura como realidades y posibilidades creativas.
El pasado, igualmente es uno solo; la historia no se repite, pero puede ser interpretada de diferentes maneras. Como diría Augusto Mijares, podemos asumir una óptica pesimista de “sembradores de cenizas”, como si el destino histórico fuera un fatalismo para la derrota y el fracaso y no como nos impulsa a pensar el mismo autor: “lo afirmativo” construido a fuerza de civilidad y cultura. Hecho el balance de nuestra historia no tengo la menor duda sobre lo “afirmativo venezolano” como rasgo dominante de nuestra sociedad y cultura, sin menoscabo de la necesaria autocrítica, para corregir y seguir avanzando.




Referencias:
Lombardi, Ángel (1989). Sobre la Identidad y la Unidad Latinoamericana. Caracas. Academia Nacional de la Historia.
Lombardi. Ángel (1969). Introducción a la Historia. Cuatro Ediciones. La Universidad del Zulia (LUZ) y Universidad Católica Cecilio Acosta (UNICA)


domingo, 28 de junio de 2015

LAUDATO SI: “El cuido de la casa común”


El Papa Francisco, al publicar esta Encíclica y ubicarla en la Tradición de las Encíclicas Sociales, en el contexto de la Doctrina Social de la Iglesia, asume un claro compromiso con la problemática ambiental que con toda seguridad se impondrá como el tema por excelencia del siglo XXI. Vivir con la Tierra, no solo en la Tierra. La Tierra es casa común de la familia humana y ésta es la novedad antigua de 2000 años, hijos del mismo padre y hermanados todos, es el mensaje evangélico. Estamos obligados a trascender la historia cainítica, por simple necesidad de sobrevivencia y cuidar el planeta, no solo habitarlo.
El Papa Francisco y la Iglesia lo han asumido de manera formal y conclusiva en esta Encíclica, enmarcada en la Tradición de la Iglesia y particularmente en ese santo moderno, San Francisco de Asís.
El Papa denuncia y alerta sobre el individualismo exacerbado y el consumismo como un fin en sí mismo, que ha permitido desarrollar unos modelos socio-económicos y políticos y una mentalidad que marchan en la dirección opuesta al Bien Común. En este sentido, en la Encíclica se nota la influencia marcada de Romano Guardini y su visión teológica, histórica y filosófica del mundo moderno. La Tierra por sí misma clama y multiplica el clamor de los pobres, los humillados y ofendidos de la historia que siguen en espera trágica de una justicia social que no termina de llegar. La Tierra y los pobres son descartables en la sociedad y la cultura del descarte y con ellos terminamos negando la casa común y nuestra obligación de construirla y mantenerla para todos como responsables de la misma, heredada en la línea de la Creación. La visión de los tiempos modernos, de los últimos dos siglos se continua desarrollando en la línea de anteriores Encíclicas y Documentos de la Iglesia, en donde si bien se admira y respeta la portentosa revolución tecno-científica, así como se avala todo lo que tiene que ver con el progreso humano, al mismo tiempo que se nos previene y alerta sobre los riesgos deshumanizantes del tecnocratismo y el progreso sin límites morales. Progreso fundamentado en una antropología autónoma de Dios y una cultura que todo lo relativiza y subordina al interés egoísta de personas, naciones y los grandes poderes políticos e intereses económicos que usufructúan las riquezas y el bienestar del planeta en una proporción de un 20% de satisfechos y un 80% de población en dificultades. El Papa Francisco está consciente del fenómeno de la globalización o mundialización, su inevitabilidad y beneficios, pero nos advierte sobre sus efectos negativos en lo que él llama la cultura de la indiferencia y lo descartable.
Esta Encíclica, en la Tradición de la Iglesia, propugna un humanismo que no debe ni puede prescindir de Dios, Alfa y Omega de la Creación en quien todo empieza y todo culmina.
La Madre-Hermana Tierra deja de ser un espacio a ocupar y dominar y se convierte en surco y semilla de la vida, espacio sagrado de la laboriosidad e inventiva humana. Francisco, de manera oportuna, ya que en diciembre se reúne en París una Cumbre mundial sobre el clima y cambios climáticos, coloca a los cristianos en el centro del debate inspirado en la Tradición y Doctrina y particularmente en la sensibilidad de Francisco de Asís, quien pudo escribir “El mundo como sacramento de comunión, como modo de compartir con Dios y con el prójimo en una escala global”.
Igualmente importante es el planteamiento que nos obliga a un cambio de mentalidad y paradigma con respecto a la ideología del progreso y del desarrollo, dominantes en los últimos 200 años, citando al Patriarca Ortodoxo Bartolomé I, “Hay que pasar del consumo al sacrificio, de la avidez a la generosidad, del desperdicio a la capacidad de compartir, aprender a dar y no solamente a renunciar”.
Sacralizar la Tierra y la propia vida, cada vida particularizada y respetada como expresión de la voluntad del Creador de darle sentido y trascendencia a la Creación. “Todo está conectado… todo está relacionado”. Nuestro tiempo está inmerso en una crisis global socio-ambiental y las soluciones no pueden ser solo técnicas y coyunturales, estamos obligados a otra manera de ver las cosas y a generar, si así puede decirse, otra cultura, que permita devolverle a la Vida, el Cosmo y a la Tierra, el sentido grandioso de la Creación que nos obliga a una actitud de permanente agradecimiento y a asumir una responsabilidad más allá de nuestros intereses particulares.
Hermanados en su clamor de redención, los pobres y toda la tierra, clamor de liberación dice Leonardo Boff, y refiriéndose a la Encíclica establece como el gran desafío político, la posibilidad de conciliar los modelos de bienestar con la posibilidad real de bienestar para todos, al mismo tiempo que protegemos nuestra casa común.
En la Encíclica se aborda de manera fenomenológica realidades políticas y socio-económicas puntuales y de manera tangencial la problemática demográfica, que a mi juicio es la discusión pendiente, más allá de las tesis extremistas del natalismo a ultranzas y del miedo malthusiano. Los problemas reales nos obligan a enfrentarlos desde la Fe y la Razón y es que toda realidad, como diría Hegel, es racional, y si bien siempre se piensa que existen las soluciones posibles y necesarias, no se pueden obviar los límites morales que acompañan al ser humano.
El Papa Francisco entronca de manera dinámica y orgánica con el Magisterio eclesiástico y la Doctrina Social de la Iglesia, particularmente todo lo que se ha escrito y dicho a partir del Concilio Vaticano II, ese vasto movimiento de aggiornamento ecuménico y que ha permitido que la Iglesia peregrina en la historia y con la historia, asuma los desafíos de nuestro tiempo y el acompañamiento necesario que amerita la humanidad de hoy.

viernes, 17 de abril de 2015

La vía democrática


En la actual coyuntura, 2015, y en ciernes las importantes elecciones parlamentarias, se hace necesario reiterar el compromiso democrático de todos los sectores, así como la voluntad política de transitar un diálogo constructivo en una situación llena de dificultades pero que no puede desviarnos de los principios fundamentales del respeto, la convivencia y la paz. Para los sectores y factores que de una u otra manera aspiran a un cambio de gobierno, este año trae la posibilidad de iniciar un cambio político pacífico si la oposición logra ganar las elecciones parlamentarias a pesar de las desventajas conocidas como lo son un CNE parcializado y un gobierno que abusa de sus ventajas. Si hacemos un breve repaso por los resultados electorales más importantes y dada la difícil situación económica y social y la disminución evidente del apoyo popular al gobierno, es razonable pensar que la oposición si hace bien las cosas pudiera ganar este proceso. Chávez en su mejor momento electoral gana la presidencia en 1998 con el 56.4% de la población (porcentaje parecido al triunfo de Lusinchi en 1983, 56.75% y al de CAP en 1988, 54.56%).

Para aprobar la nueva Constitución vía Referéndum, si bien se obtuvo un 80% de respaldo, pero la abstención se ubicó en 55.62%.

En la reelección del 2006, Chávez recibe el 54.42%, y en su tercera reelección, violando de manera flagrante la Constitución, obtuvo un 54.42%. Chávez gozó de un respaldo electoral importante y sin menoscabo de sus méritos personales, sin lugar a dudas, la bonanza petrolera y el populismo dadivoso tuvo mucho que ver con este respaldo. En la actual coyuntura, las cosas han cambiado de manera radical, con el fallecimiento del Presidente y la caída de los precios del petroleo la situación de Maduro y el oficialismo cada día luce más difícil y precaria. En ese sentido, Maduro es electo el 14 de abril del 2013, en un proceso electoral con fuertes dudas sobre los niveles de fraude y logra un 50.6% frente a Capriles que a pesar de las desventajas logra un 49.1%. Todavía hoy, muchos piensas o dudan de la victoria del presidente Maduro. En sana lógica, si no hay un acontecimiento extraordinario, el gobierno seguirá deteriorándose en la misma medida que el país siga deteriorándose y en este sentido la crisis progresiva y casi terminal es inocultable. De allí que no es descabellado pensar en un posible triunfo de la oposición siempre y cuando vaya unida y sepa hacer las cosas bien.

La historia siempre depara sorpresas, pero las sorpresas no pueden ser anticipadas, de allí que en términos de racionalidad política no nos queda sino apostar a un proceso electoral, en donde la observación internacional es fundamental y que la oposición lícitamente puede aspirar a ganar.

lunes, 2 de marzo de 2015

Élites, poder y política


Las crisis históricas y políticas son permanentes y recurrentes en la evolución de las sociedades y de los países. Una manera de expresar y corregir desequilibrios y al mismo tiempo asumir los cambios necesarios e inevitables. La Historia siempre es hacia adelante, es la Historia-Vida, cuyos impulsos vitales, culturales y tecno-científicos obligan a mirar siempre hacia el futuro.

Las sociedades tienden a ser conservadoras y las élites dominantes muchos más por la simple razón de que quieren perpetuarse en el poder y mantener sus privilegios.

Casi siempre el cambio político está precedido por cambios socio-culturales y económicos-tecnológicos que se expresan fundamentalmente en la emergencia de nuevos sectores sociales no representados y por actores políticos emergentes que se van constituyendo como nuevos grupos de poder que compiten con las clases dominantes del pasado y del presente, usufructuarios y representantes de lo que en la revolución francesa se llamó el “ancien regime”. Nuestro país tiene sus propios ejemplos al respecto, los mantuanos comenzando el siglo XIX, desplazando a la vieja élite peninsular monárquica y posteriormente los caudillos emergentes, a su vez, desplazando o asociándose con los sectores mantuanos tradicionales. En nuestra historia del siglo XIX este proceso fue denominado por José Gil Fortoul como el período de las oligarquías conservadoras y la oligarquía liberal hasta el posterior advenimiento de los caudillos del liberalismo y los caudillos andinos.

Con el advenimiento de la economía petrolera se modifica toda la estructura socio-económica del país y surgen nuevos grupos sociales y actores políticos, todo lo cual se va a reflejar de manera visible y cada vez más protagónica en todos los acontecimientos posteriores a 1936. Así podemos registrar el agotamiento de los diversos grupos que detentaron el poder de la Venezuela rural y la emergencia de los modernos sindicatos y partidos políticos que terminaron usufructuando el proceso político del último medio siglo.

La crisis evidente del modelo petrolero y del sistema político que lo representa, empieza a manifestarse en fechas emblemáticas, como el viernes negro de 1983, el caracazo de 1989, las intentonas golpistas de 1992 y el triunfo electoral en 1998 de Chávez como representante y figura emblemática, tanto de los viejos grupos en el poder, como es el sector militar, al mismo tiempo que recoge el descontento de las masas abandonadas en sus carencias por el sistema bipartidista instaurado desde 1958. Su mensaje es exitoso más allá de sus cualidades y características políticas personales, por el hecho que en él convergen poderosas fuerzas emocionales y políticas representadas tradicionalmente por el mesianismo populista y la permanente tentación autoritaria que padecen nuestra sociedades.

Discontinuidad en la continuidad, cada época y cada estructura económica fue creando los grupos de poder emergente y que en nuestro caso todos han estado vinculados directamente a la renta petrolera, así podemos hablar de la burguesía nacional como unas oleadas sucesivas de “nuevos ricos” asociados a los diversos gobiernos (los ricos del gomecismo y del neo-gomecismo, los ricos vinculados a los gobiernos de AD y COPEI, y la emergente boliburguesía vinculada al gobierno de Chávez y sucesor).

Siempre es así, en todos los tiempos y en todas las sociedades, los grupos de poder vinculados al proceso político como expresión de los cambios sociales y económicos y las demandas insatisfechas de los grupos sociales preteridos o emergentes. En el fondo, la Historia siempre es la misma, una minoría manda y se enriquece y la mayoría participa en estos procesos con sus expectativas siempre parcialmente satisfechas.

lunes, 9 de febrero de 2015

La República in-civil


Venezuela, con excepción del período 1945-48 y 1958-98 ha sido y es una República militar. El actual régimen, prefigurado en 1992, con el fallido golpe de estado, y encumbrado al gobierno en las elecciones de 1998, no ha sido otra cosa que un gobierno y un régimen militar, lo demás es fraseología y propaganda para camuflar. No hay “V” República ni mucho menos un socialismo del siglo XXI, simplemente lo que tenemos es un gobierno y un régimen militar, tanto por la orientación militarista como por el hecho de que sus principales actores fueron y son militares, secuestrando en la práctica a la institución armada y poniéndola a su servicio.

La frase que se le atribuye a Bolívar de que Venezuela era un cuartel, cobra dramática vigencia en toda nuestra historia de manera determinante. Habiendo nacido la República Civil, la guerra le dio protagonismo al sector militar, protagonismo que han usufructuado hasta nuestros días. A pesar de ello, la sociedad venezolana nunca ha renunciado al origen y al derecho de tener una República Civil que nace en el Ayuntamiento el 19 de abril de 1810 y en la capilla Santa Rosa de la Universidad de Caracas, el 5 de Julio de 1811. En 1936, López Contreras de manera voluntaria y simbólica se quita el uniforme e intenta ser un presidente civil, igual Medina Angarita, pero sólo en 1945 y a pesar de tener un origen golpista, el gobierno del 45 al 48 puede considerarse fundamentalmente civil y con mucha más razón, después del golpe de estado del 23 de Enero del 58, el gobierno que se inaugura en 1959, la etapa más luminosa de nuestra historia política con nueve presidencias civiles y que se interrumpe en 1998 con la elección de un militar que no supo o no pudo ir más allá de una concepción mesiánica, populista y militarista del gobierno.

En la difícil coyuntura actual en realidad el problema principal a nivel político no es tanto ponerle fin a un gobierno sino la posibilidad de desarrollar un gran acuerdo nacional que permita recuperar a plenitud la Constitución y el ejercicio civil de los poderes públicos y de la política y el gobierno en general.

Nadie sabe realmente, dada la gravedad de la situación que estamos viviendo en el orden económico y social, lo que va a pasar en Venezuela, pero lo peor que pudiera sucedernos es repetir los esquemas golpistas del pasado y que el poder armado siga siendo árbitro y protagonista principal. En este sentido la propia Institución armada, debería estar interesada en rescatarse de la contaminación ideológica y la manipulación política y ponerse al servicio de la Constitución y el Estado de Derecho que ayude a la sociedad venezolana a recuperar a plenitud sus posibilidades democráticas y de progreso y convivencia en Democracia. De eso se trata, reconciliar el país y propiciar un diálogo necesario para recuperar las instituciones en función de los intereses de todos y no en representación de un grupo político con pretensiones hegemónicas. El régimen, tanto en su pre-historia como historia, tiene una fuerte influencia política e ideológica de izquierda, y que se reflejó de manera positiva en el proceso Constituyente que terminó en la actual Constitución. Como igualmente en las orientaciones de algunas políticas de fuerte impronta social, pero con el paso del tiempo, el régimen no logró superar todas las miseria y limitaciones del populismo y el militarismo, bordeando de manera peligrosa conductas y políticas de corte neo-fascista y neo-comunistas. Dicho de manera simple, la Constitución se escribió con la izquierda y el gobierno la usó desde el pragmatismo corrupto que es la principal debilidad de nuestros gobernantes de siempre. Un proyecto y un programa político no puede quedarse en buenas intenciones sino en prosperidad para la mayoría y oportunidades y libertad para todos.

viernes, 30 de enero de 2015

Transición política en 1936


La historia no se repite, pero de ella, lícitamente podemos derivar aprendizajes.

Muerto el dictador, Juan Vicente Gómez, en 1935, se desencadena una feroz lucha por la sucesión, desde las propias entrañas del régimen. Por un lado la familia y otros factores de influencia y fundamentalmente el estamento militar. El gomecismo se fragmenta y los principales derrotados son el entorno familiar y asociados directos, imponiéndose el neo-gomecismo liderizado por López Contreras y el sector militar, lo cual le permite controlar la situación de gobernabilidad pero al mismo tiempo lo obliga a una apertura inevitable y a una política de reformas necesarias. Eleazar López Contreras venía del grupo original tachirense y del Ministerio de Guerra y Marina. Hombre de confianza del dictador, sin embargo tuvo la visión y la habilidad de iniciar y manejar la transición con la inteligencia política necesaria y que se resumió en la frase “calma y cordura”. Un hecho clave y con fuerte impacto político y simbólico fue la circunstancia de despojarse del uniforme y asumir el traje civil del magistrado, así como reducir voluntariamente su período presidencial de 7 años a 5 años. De manera adecuada había entendido que el poder no podía ser ejercido de manera absoluta como lo había ejercido el recién fallecido dictador, sino que para garantizar la gobernabilidad el poder tenía que compartirse y abrir los espacios necesarios a los sectores sociales y políticos emergentes.

Eleazar López Contreras, Presidente número 32 (17-12-1935 / 05-05-1941), fue un Presidente que supo mirar hacia adelante y con fino olfato político entendió que Venezuela había cambiado, de no haber adoptado esta política de apertura y reformas el golpe de estado hubiera sido inevitable. Supo atemperar el autoritarismo tradicional de nuestros gobiernos y entendió que solo la mesura y el equilibrio podían permitirle sobrevivir en el gobierno, al mismo tiempo que orientaba y capitalizaba las emergencias de una sociedad en movimiento y garantizaba espacio y participación a los nuevos actores sociales y políticos, inatajables en su dinámica y fuerza arrolladora, tanto, que en menos de una década ya habían asaltado el gobierno y el poder como efectivamente ocurrió el 18-10-1945 en alianza, como siempre en la historia política venezolana, con el sector militar, el partido armado, siempre presente y en rol protagónico en estos 200 años de República que no termina de asumirse definitivamente como una República civil.

Eleazar López Contreras, supo administrar el cambio necesario e inevitable, evitándole traumas y violencias innecesarias al país y facilitando la dinámica socio-política de un país en trance de futuro.

La actual coyuntura histórica siendo diferente tiene mucho parecido con los tiempos y las circunstancias de López Contreras. Vivimos una transición que si no se propicia y facilita desde el propio gobierno seguramente obligará a la República a vivir violencias y traumas perfectamente evitables con una política de diálogo y concertación.

domingo, 25 de enero de 2015

La revolución sin mentiras


Esta insólita revolución bolivariana tiene su historia y su pre-historia, que se remonta a 1957, cuando el Partido Comunista de Venezuela (PCV), en la clandestinidad y en plena dictadura de Marcos Pérez Jiménez, decide como estrategia infiltrar las Fuerzas Armadas. Con la caída del dictador, el 23 de Enero de 1958, y el triunfo guerrillero en Cuba, el 01/01/1959, el proceso se intensifica y como consecuencia directa se da el Carupanazo y el Porteñazo. Fracasados ambos movimientos, igual que la insurgencia guerrillera, los partidos de izquierda se acogen a la política de pacificación y asumen los procesos electorales siempre desde la división interna y la fragmentación política y el ventajismo electoral del sistema, de allí que nunca superaron un 6% histórico de votos. A pesar de esta minoridad electoral, su influencia intelectual y política en los sectores académicos y juveniles universitarios era significativa. En este ambiente de marginalidad política y al mismo tiempo producto de la penetración de algunos sectores de la Fuerzas Armadas se empieza a desarrollar una logia conspirativa militar alrededor de 1983, fuertemente vinculada a los grupos de izquierda ya mencionados y cuyos nombres visibles eran Douglas Bravo, Luis Miquelena, Kleber Ramírez, José Vicente Rangel, y otros. Esta logia conspirativa alimentó durante toda la década de los 80 lo que mediáticamente se conocía como los COMACATES y que se fueron progresivamente haciendo visibles, especialmente después del Caracazo y los intentos golpistas de 1992 (4F y 27N). En aquel momento, ya visibilizados y victimizados, usufructuaron un sentimiento general de simpatía frente a su insurgencia y denuncia de la crisis que el país venía conociendo, así como por los abusos y excesos del bipartidismo. Los Ángeles Rebeldes, los llamo una periodista en un libro emblemático, consolidando su propio mito y potenciándolos como realidad política con un discurso difuso y confuso, pero eficaz para el momento y que se puede resumir en el juramento del Samán de Güere y el Árbol de las Tres Raíces (aprovechando el simbolismo de fuerte impacto psicológico en torno a tres nombres míticos, Simón Bolívar, Simón Rodríguez y Ezequiel Zamora).
Este proceso subversivo en las Fuerzas Armadas y sectores de la izquierda tradicional no es casual que coincida con el inicio visible y tangible de la crisis del sistema bipartidista y que empieza a hacerse presente de manera evidente con el llamado Viernes Negro de 1983 y el Caracazo de 1989. El ciclo inaugurado en 1945, con el golpe de Estado del 18 de Octubre, consolidado el 23 de Enero de 1958, se cierra en 1998 con el triunfo electoral de Chávez.