Se nos ha invitado a
conversar sobre el tema de la identidad y la integración en América Latina,
temas recurrentes en la política y en la historia latinoamericana. Con respecto
al tema de la identidad plantearse el tema de la identidad cultural de Hispanoamérica
es una de las formas más válidas y viables para intentar una comprensión orgánica
y totalizadora de todo nuestro proceso histórico.
El concepto de identidad
y la problemática que genera se ha escrito en la historicidad mas concreta de
la realidad latinoamericana o se ha desarrollado en una vertiente especulativa,
metafísico-ontológica, que tantos cultores han tenido entre nosotros. En ese
sentido el tema de la identidad para el pensamiento latinoamericano ha sido evasión
o búsqueda, alineación o compromiso. Dos tendencias se han ido formando en
torno a la problemática de la identidad, una, eminentemente conservadora y
reaccionaria, otra, revisionista y crítica; en ambas tendencias se viven los
mismos afanes: develar el sentido profundo de nuestra historia. Estas
preocupaciones se vivieron desde el mismo momento del descubrimiento; conocer y
aprehender a América fue obsesión de muchos; América mas que descubierta fue
reinventada reiteradamente. En una perspectiva eurocéntrica, conquistadores y
cronistas fueron nuestros primeros fabuladores, se escamoteó la realidad
indígena y se inventó el mito del nuevo mundo.
En los dos siglos
siguientes viajeros y naturalistas nos redescubrieron y recrearon los viejos
mitos convirtiéndonos en el mundo del futuro por excelencia. Una vez lograda la
independencia la necesidad de definirnos en nuestra especificidad, se convirtió
en necesidad histórica y prioridad nacional y americana. Así encontramos las
interpretaciones clásicas y fatalistas que atribuyen nuestro atraso al clima o
a la raza, que de hecho definirían nuestra identidad más esencial: D.F. Sarmiento,
C.O. Bunge, A. Arguedas; o a características negativas del colonizador
hispano: J. Ingenieros, S. Ramos. Otros
autores intentan comprensiones menos deterministas y más científicas: J. B.
Alberdi, G. Freyre, E. Martínez Estrada, H. H. Murena, O. Paz; aportes significativos
y de carácter acumulativo todos ellos, pero incompletos. Es necesario llegar a
los últimos treinta años y al desarrollo de las Ciencias Sociales entre
nosotros para poder contar con interpretaciones menos parciales y más
satisfactorias, y en donde el pensamiento de inspiración u orientación marxista
ha jugado un papel fundamental. Las modernas teorías de la Dependencia, de la Dualidad y la Modernización han
permitido avanzar de manera decisiva en ese largo proceso de autocomprensión y
autoconciencia, que no otra cosa ha sido nuestra angustiosa búsqueda de la
identidad, nuestra conquista de la esfinge latinoamericana, en pos de una
verdadera teoría de Latinoamérica.
El término identidad, en la medida
que se utiliza, sirve para definir muchas cosas, es esencialmente teórico y con
significaciones múltiples, de allí la necesidad de definirlo y
delimitarlo. Estamos totalmente de
acuerdo con la opinión de C. Levy Strauss cuando afirma: “la identidad es una
especie de recurso necesario para explicar un montón de cosas peri que en sí
misma carece de existencia real”, lo real son las colectividades y
agrupamientos concretos: sus problemas, su historicidad, sus expectativas. El
concepto de identidad es un recurso teórico que ha hecho posible reducir
colectividades históricas diversas, identificadas por algunos rasgos esenciales
comunes, de allí su utilidad, pero igualmente sus límites.
En función de todo ello es
por lo que el término identidad se confunde o superpone con lo real-histórico,
es decir al proceso histórico total de una colectividad determinada. Nuestra
identidad no es otra cosa que nuestra historia. Cada acontecimiento, cada
circunstancia, cada elemento, cada objetivo de una colectividad histórica,
define y explica su identidad, de allí mas que definir conceptos, lo que
procede metodológicamente es analizar situaciones. Toda aproximación al tema de
la identidad implica siempre dos posibilidades o perspectivas: su percepción
individual- subjetiva y su dimensión social-colectiva. En la práctica la
delimitación no es fácil ya que ambas dimensiones y perspectivas en todo
momento tienden a confundirse. Igualmente hay que evitar el reduccionismo, ya
que la identidad reducida a su condición mas individual y subjetiva, no nos
conduce a ninguna parte. Hay que evitar igualmente todo ampliacionismo, la
identidad universalizada tampoco es nada y no nos conduce a ningún lado.
Existe una identificación
individual psicológica básica en todo ser humano: su sentimiento de
pertenencia, expresado normalmente a través de una lengua, de una cultura, una
etnia y un color, un hábitat y una territorialidad. Este sentimiento de
pertenencia individual-colectivo comienza siendo eminentemente personal familiar y se termina
identificándose con un grupo, una clase, una sociedad nacional y hasta
supranacional.
Esta dialéctica de la
identidad, enfrentamiento y equilibrio entre una individualidad exacerbada y
una socialización despersonalizadora va definiendo el camino que recorre un
individuo y una sociedad en el proceso de su identificación. El ser humano en
el proceso de su madurez psicológica busca un equilibrio consigo mismo, con
respecto a los demás y al medio, en función de que logre armonizar su triple
identidad expresada en las frases: Soy el que soy; afirmación tautológica que
tiene el mérito de su indiscutibilidad, tal como se hacia con respecto a la
existencia de Dios (uno de los significados de la palabra Jehová en el Viejo Testamento
es esa: Dios, el que es). Soy lo que yo creo que soy, todo individuo parte y
necesita de la autoestima, así como maneja una idea básica de sí mismo
esencialmente favorable. Soy como los demás creen que soy, es nuestra
irrenunciable dimensión social, para y con los demás; como dicen los filósofos
existencialistas es el descubrimiento, necesidad y rechazo del “otro”. A esta
dimensión individual- social de la identidad pertenece la famosa definición
Orteguiana “Yo y mi circunstancia”. De esta imbricación entre lo individual y
lo social se han originado prácticamente todas las tesis, posturas y filosofías
que han tratado el tema de la identidad.
Para antropólogos y etnólogos, a
partir de sus investigaciones y experiencias con pueblos primitivos, la
identidad está dada por una actitud simultanea de pertenencia y de oposición
(etnocentrismo) que implica una calificación positiva hacia lo propio y de
calificación negativa hacia lo extraño, lo extranjero. Hay un sentimiento profundo
de oposición entre “nosotros” y “ellos”, es la explicación y la distancia que
hay entre el totemismo y el canibalismo. La identidad se da a partir de un centro
o eje común, un origen común y un principio propio benefactor (mitología); se
arranca de una invariante (la esencia), definida por su permanencia, cohesión y
homogeneidad. Todo etnocentrismo implica una definición positiva de identidad
con respecto al propio grupo y una definición negativa-agresiva con respecto a
los otros grupos y pueblos. De allí que los antropólogos han llegado a manejar
la idea de que la cultura no sólo conecta espacios sino que su misión original
era, a partir de las diferencias, desconectar espacios culturales justificando
ideológicamente toda agresión, conquista y explotación.
Hoy esta tesis de la
cultura como conexión-desconexión de espacios culturales adquiere enorme
significado teórico-metodológico cuando se aplica al mundo contemporáneo con
tendencia a la unidimensionalidad y a
constituirse como “aldea global”. El etnocentrismo, concepto básico para
entender la realidad histórica, adquiere para los latinoamericanos importancia
capital, ya que si algún pueblo ha sido víctima permanente de otros
etnocentrismos hemos sido nosotros. Desde los orígenes se nos ha visto y
definido esencialmente desde afuera, verdadera “capitis deminutio” histórica.
Fuimos inventados y disminuidos por uno de los etnocentrismos más avasallantes
y agresivos que han existido. Fuimos y somos percibidos esencialmente, a partir
de un tremendo complejo de superioridad que a su vez implica y propicia un
tremendo complejo de inferioridad. Este es a nuestro juicio una de las claves
para comprender nuestro proceso histórico. En nuestros pueblos se ha cultivado
y desarrollado una inmadurez histórica que ha impedido vernos tal como hemos sido
y somos (soy el que soy). Nos han y nos hemos definido siempre desde afuera,
especialmente a partir de nuestras relaciones con Europa. Desde el mismo
descubrimiento fuimos pueblos descalificados: subestimados históricamente y
sobreestimados mitológicamente, eurocentrismo agresivo que hoy prolonga sus
efectos en la llamada relación Norte-Sur. El eurocentrismo se configura de
manera definitiva con la hegemonía de la llamada Europa Occidental, en los
últimos siglos en su versión nord-atlántica, aunque sus orígenes son tan
antiguos como la propia civilización occidental. Para el griego del mundo Herodoto
todo lo no griego por definición es lo “no civilizado”, es decir, “bárbaro”;
igual denominación utilizarán los romanos para designar a los pueblos rivales y
no sometidos, especialmente a los pueblos del norte y noreste europeo. Bárbaros
son los pueblos primitivos e ignotos, es decir lo extraño, lo extranjero en
general, a quienes se podía matar y esclavizar impunemente, casi como un
mandato divino, lo que después será considerado como un mandato civilizatorio.
En los albores de la llamada edad moderna, los antiguos bárbaros de origen germánico,
constituyendo vigorosas y agresivas nacionalidades europeas, utilizarán el
término “selvaggio”, habitante de la selva, para significar lo mismo, lo
primitivo y bárbaro, para referirse a otros pueblos esencialmente no europeos.
En la época moderna, siglos
XVI, XVII y XVIII, la Europa Occidental
y noratlántica ubicará al resto del planeta en una situación de marginalidad
histórica y de minusvalía: pueblos mestizos y de color, climas calientes,
caracteres pasivos, débiles, crueles, propenso a todos los vicios, perezosos,
inestables, imaginativos, sensuales, sumidos en todas las servidumbres y en
todos los despotismos; en esta tipología racista y colonial fueron ubicados y
descalificados pueblos y culturas tan diversos como judíos, árabes y eslavos,
orientales, africanos y americanos.
En el siglo XIX y XX la tipología
colonialista incluye nuevos pueblos y excluye otros, pero la mentalidad eurocéntrica
sigue prevaleciendo en tanta gente que explica el éxito del nazi-fascismo así
como las filosofías irracionalistas que todavía hoy atraviesan el mundo. La
tentación etnocéntrica está siempre presente y constituye uno de los mayores
peligros que asechan a la humanidad.
Para el mundo y la cultura
europea así como para el llamado mundo occidental y con mas razón para los
demás pueblos es tarea prioritaria denunciar el etnocentrismo como paso
complementario a la descolonización, es necesario reconciliar al mundo
contemporáneo con sus realidades objetivas. La historia mundial ya no es
europea y a partir de 1945 los ejes y focos de la historia pasan por otros
paralelos y meridianos.
Igualmente es necesario detectar y
limitar otra supremacía con su consiguiente mito etnocéntrico: mesianismos,
colonialismos e imperialismos tienen que ser expulsados de la historia. Hay que
denunciar y combatir cualquier tipo de hegemonía como peligrosa y suicida para
la humanidad. Los pueblos se necesitan y se buscan, vivimos el alborear de una
época cada vez más integrada y solidaria: por primera vez todos los seres
humanos compartimos un temor común, no la mera angustia por nuestra finitud
individual sino la conciencia angustiada frente a la posibilidad real del fin
de la especie en un holocausto colectivo. Somos y nos percibimos eminentemente
como humanidad.
En nuestro tiempo por
primera vez han sido ensayadas inéditas formas de convivencia y organización a
escala mundial; nuestra esperanza nos conduce a pensar que en la perspectiva de
la larga duración es irreversible el proceso hacia una convivencia orgánica y
armónica universal entre todos los pueblos de la tierra; uno de los pivotes de
esa esperanza es la limitación de los etnocentrismos egoístas sustituidos por
un policentrismo étnico-cultural creador; que la cultura deje de ser exclusión
y se convierta en vínculo entre todos los pueblos, sin perder su carácter
diferenciador y sus particularidades creadoras.
C.Levy Strauss, en 1952,
en su trabajo “Raza e Historia” patrocinado por la UNESCO, expresaba los
siguiente: “la genética moderna niega la noción puramente genética de raza; en
todo caso, ninguna propiedad psicológica en particular se vincula a las razas;
y por encima de todo, lo absurdo y peligroso del racismo estriba en que
presupone inferioridades y superioridades y no simplemente diversidades y diferencias.
De hecho el racismo no es mas que un caso particular de la desconfianza y el
desprecio instintivo que resienten los hombres hacia aquellos que son
exteriores a su grupo: racismo y xenofobia se separan tan solo por matices y
grados, y esta última se agudiza únicamente cuando los signos materiales
(rasgos físicos, lengua) permiten distinguir mejor los grupos. Las divisiones
raciales, lingüísticas y culturales son, pues, realidades tangibles que
combinadas con el instinto de grupo y de desconfianza hacia lo ‘extranjero’
constituyen factores de la división humana y son el terreno para las psicologías
de guerra”.
De acuerdo con lo que llevamos
dicho, lo que procede es intentar analizar algunas situaciones para terminar de
delimitar el concepto de identidad[1].
La identidad tendrá, tal
como hemos visto, una dimensión sincrónica, individual y una dimensión
diacrónica, es decir, colectiva e histórica. Ahora bien, para que el concepto
de identidad tenga valor metodológico y permita analizar situaciones es
necesario “identificar la identidad” en un cuerpo histórico socio-cultural
concreto.
Para lingüistas y
semiólogos en general, la identidad no existe sino en cuanto lenguaje y
representación, lo que nos conduciría en consecuencia a “identificar la
identidad” esencialmente a través de arte y la literatura de un pueblo y de un
época determinada.
La identidad asume
diversas formas, de acuerdo a las ocasiones (tiempos históricos) igual como el
individuo asume diversas identidades en su biografía personal, continuas o
superpuestas, de tipo personal, social, religiosa, nacional, etc. Normalmente
conviven una identidad religiosa y una social, aunque en un determinado momento
pudieran llegar a oponerse. En América Latina esta identidad múltiple: étnica,
religiosa, social tiende a subordinarse en general a un sentimiento
generalizado de identidad nacional en detrimento de identidades mas amplias
como la latinoamericana.
En un intento de
aprehensión descriptiva de nuestra identidad podemos constatar que existe en
América Latina un sentimiento generalizado de pertenencia a una lengua, una cultura y una etnia, se asume
esta identidad básica especialmente cuando conviven en el extranjero los
diversos nacionales latinoamericanos y especialmente los Estados Unidos.
Hoy, un mejor
conocimiento de nuestras realidades y sus complejidades, tiende a afirmar este
sentimiento primario de identidad sobre realidades menos generales y mejor
delimitadas en sus situaciones particulares: situaciones étnicas concretas y
diferenciadas, como lo establece Darcy Ribeiro al hablar de tres categorías
étnico-culturales referidas a América Latina[2]:
1. Pueblos mestizos, tipo Brasil o Venezuela
en donde la mezcla multirracial se ha llevado a cabo con mas o menos éxito.
2. Pueblos en conflicto, en donde una
mayoría poblacional de origen indígena convive subordinada o en conflicto o en
una capa mestiza y un sector genéricamente denominado blanco, demográficamente
minoritarios, como por ejemplo el caso de Bolivia, Guatemala, México, Ecuador o
Perú.
3. Pueblos mayoritariamente de origen
blanco-europeo, como por ejemplo Argentina, el mismo Uruguay y hasta Costa
Rica.
Si este tipo de
clasificación se hace ya no por países,
sino por regiones, el mapa étnico-cultural de América se amplía y se complica
de manera decisiva, con el peligro de confundir un sano y necesario
regionalismo con la ideología “regionalista”, verdadero anacronismo histórico y
fuente de múltiples y graves problemas. Una cosa es el particularismo
étnico-cultural y geográfico, real y necesario y otra es la anarquía localista
y la artificial autarquía cultural.
Lo importante en esta
materia es identificar y precisar casos y situaciones en una perspectiva
general y no generalizar y deformar.
Nosotros creemos que la
identidad básica, histórica de América Latina es unitaria, americanista, pero
entendido esto como un proceso basado en la diversidad, en donde ingentes y múltiples
problemas restan a resolver, no en un a priori unitarista metafísico sino con
un realismo político afincado en las sólidas bases unitarias de nuestra
historia y si se quiere en mayor medida, en la necesidad histórica de un futuro
económico-social que pasa ineluctable por la unidad de este continente, a
partir de concertaciones y federaciones políticas, así como de integraciones
económicas. En América Latina es
necesario acercar pueblos y regiones, experiencias culturales, desarrollar
proyectos comunes a todos los niveles, ese es el “aceite” de la historia, si se
me permite la expresión, que facilitará el tránsito entre una unidad mítica y
una unidad real, a construir y a conquistar.
América Latina en los
grandes momentos de su historia siempre ha sido unitaria, subjetiva y culturalmente
siempre se ha sentido unida. De allí que para nosotros identidad, unidad e
historia se confunden.
Fuimos convocados para
hablar de identidad e integración, en mi abordaje del tema, inevitablemente lo
hago como historiador, y precisamente por ello mismo la primera inquietud que
surge es ¿en qué idiomas vamos a hablar de Identidad e Integración?, porque son
palabras que dependiendo del abordaje que hagamos de ellas pueden significar cualquier
cosa. En este momento, por ejemplo, si nosotros tuviéramos el privilegio de tener
al Presidente Chávez y su proyecto ALBA, y tuviéramos el privilegio de tener al
Presidente Bush y el proyecto de Tratado de Libre Comercio para las Américas,
estarían repitiendo infinidad de veces en su intervención las palabras
integración e identidad y en ninguno de los dos casos estarían significando lo
mismo. Si ambas palabras se asumen en su sentido geopolítico ambos discursos terminarían
siendo antagónicos. Necesariamente tengo que recurrir a la historia para tratar de definir
el concepto de integración e identidad y tratar de llegar a alguna conclusión
evidentemente no absoluta.
La integración es un
proceso que siempre ha estado presente en
nuestros países desde la misma fundación de nuestras Repúblicas, pero
tiene que ser asumido y entendido en lo términos propios de la época. El primer
paso del camino de la integración es que deje de ser un discurso y se convierta
en un proceso histórico concreto en función de la geopolítica, los intereses,
la ideología y las mentalidades involucradas.
América Latina es una
realidad en evolución y de cara al siglo XXI su realidad objetiva es que su
destino histórico está vinculado inexorablemente a los intereses de la potencia
dominante los Estaos Unidos y la potencia emergente el Brasil. Ningún proceso
de integración o unidad puede ignorar estas dos realidades, de allí la
dialéctica actual del ALCA vs ALBA, aunque estamos convencidos que en
definitiva tenía razón Henry Kissinger, cuando afirmaba que, el futuro
inmediato de América Latina y esto lo decía ya en los años 70’ del siglo XX, estará
definido por los encuentros y desencuentros que pudieran tener Estados Unidos y
Brasil. Los demás países unos más importantes geopolíticamente y otros menos
importantes no podrán evitar ni evadir estas realidades geopolíticas.
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