jueves, 1 de diciembre de 2005

Identidad e Integración de América Latina



Se nos ha invitado a conversar sobre el tema de la identidad y la integración en América Latina, temas recurrentes en la política y en la historia latinoamericana. Con respecto al tema de la identidad plantearse el tema de la identidad cultural de Hispanoamérica es una de las formas más válidas y viables para intentar una comprensión orgánica y totalizadora de todo nuestro proceso histórico.
El concepto de identidad y la problemática que genera se ha escrito en la historicidad mas concreta de la realidad latinoamericana o se ha desarrollado en una vertiente especulativa, metafísico-ontológica, que tantos cultores han tenido entre nosotros. En ese sentido el tema de la identidad para el pensamiento latinoamericano ha sido evasión o búsqueda, alineación o compromiso. Dos tendencias se han ido formando en torno a la problemática de la identidad, una, eminentemente conservadora y reaccionaria, otra, revisionista y crítica; en ambas tendencias se viven los mismos afanes: develar el sentido profundo de nuestra historia. Estas preocupaciones se vivieron desde el mismo momento del descubrimiento; conocer y aprehender a América fue obsesión de muchos; América mas que descubierta fue reinventada reiteradamente. En una perspectiva eurocéntrica, conquistadores y cronistas fueron nuestros primeros fabuladores, se escamoteó la realidad indígena y se inventó el mito del nuevo mundo.
En los dos siglos siguientes viajeros y naturalistas nos redescubrieron y recrearon los viejos mitos convirtiéndonos en el mundo del futuro por excelencia. Una vez lograda la independencia la necesidad de definirnos en nuestra especificidad, se convirtió en necesidad histórica y prioridad nacional y americana. Así encontramos las interpretaciones clásicas y fatalistas que atribuyen nuestro atraso al clima o a la raza, que de hecho definirían nuestra identidad más esencial: D.F. Sarmiento, C.O. Bunge, A. Arguedas; o a características negativas del colonizador hispano:  J. Ingenieros, S. Ramos. Otros autores intentan comprensiones menos deterministas y más científicas: J. B. Alberdi, G. Freyre, E. Martínez Estrada, H. H. Murena, O. Paz; aportes significativos y de carácter acumulativo todos ellos, pero incompletos. Es necesario llegar a los últimos treinta años y al desarrollo de las Ciencias Sociales entre nosotros para poder contar con interpretaciones menos parciales y más satisfactorias, y en donde el pensamiento de inspiración u orientación marxista ha jugado un papel fundamental. Las modernas teorías de la Dependencia, de la Dualidad y la Modernización han permitido avanzar de manera decisiva en ese largo proceso de autocomprensión y autoconciencia, que no otra cosa ha sido nuestra angustiosa búsqueda de la identidad, nuestra conquista de la esfinge latinoamericana, en pos de una verdadera teoría de Latinoamérica.
El término identidad, en la medida que se utiliza, sirve para definir muchas cosas, es esencialmente teórico y con significaciones múltiples, de allí la necesidad de definirlo y delimitarlo.  Estamos totalmente de acuerdo con la opinión de C. Levy Strauss cuando afirma: “la identidad es una especie de recurso necesario para explicar un montón de cosas peri que en sí misma carece de existencia real”, lo real son las colectividades y agrupamientos concretos: sus problemas, su historicidad, sus expectativas. El concepto de identidad es un recurso teórico que ha hecho posible reducir colectividades históricas diversas, identificadas por algunos rasgos esenciales comunes, de allí su utilidad, pero igualmente sus límites.
En función de todo ello es por lo que el término identidad se confunde o superpone con lo real-histórico, es decir al proceso histórico total de una colectividad determinada. Nuestra identidad no es otra cosa que nuestra historia. Cada acontecimiento, cada circunstancia, cada elemento, cada objetivo de una colectividad histórica, define y explica su identidad, de allí mas que definir conceptos, lo que procede metodológicamente es analizar situaciones. Toda aproximación al tema de la identidad implica siempre dos posibilidades o perspectivas: su percepción individual- subjetiva y su dimensión social-colectiva. En la práctica la delimitación no es fácil ya que ambas dimensiones y perspectivas en todo momento tienden a confundirse. Igualmente hay que evitar el reduccionismo, ya que la identidad reducida a su condición mas individual y subjetiva, no nos conduce a ninguna parte. Hay que evitar igualmente todo ampliacionismo, la identidad universalizada tampoco es nada y no nos conduce a ningún lado.
Existe una identificación individual psicológica básica en todo ser humano: su sentimiento de pertenencia, expresado normalmente a través de una lengua, de una cultura, una etnia y un color, un hábitat y una territorialidad. Este sentimiento de pertenencia individual-colectivo comienza siendo eminentemente  personal familiar y se termina identificándose con un grupo, una clase, una sociedad nacional y hasta supranacional.
Esta dialéctica de la identidad, enfrentamiento y equilibrio entre una individualidad exacerbada y una socialización despersonalizadora va definiendo el camino que recorre un individuo y una sociedad en el proceso de su identificación. El ser humano en el proceso de su madurez psicológica busca un equilibrio consigo mismo, con respecto a los demás y al medio, en función de que logre armonizar su triple identidad expresada en las frases: Soy el que soy; afirmación tautológica que tiene el mérito de su indiscutibilidad, tal como se hacia con respecto a la existencia de Dios (uno de los significados de la palabra Jehová en el Viejo Testamento es esa: Dios, el que es). Soy lo que yo creo que soy, todo individuo parte y necesita de la autoestima, así como maneja una idea básica de sí mismo esencialmente favorable. Soy como los demás creen que soy, es nuestra irrenunciable dimensión social, para y con los demás; como dicen los filósofos existencialistas es el descubrimiento, necesidad y rechazo del “otro”. A esta dimensión individual- social de la identidad pertenece la famosa definición Orteguiana “Yo y mi circunstancia”. De esta imbricación entre lo individual y lo social se han originado prácticamente todas las tesis, posturas y filosofías que han tratado el tema de la identidad.
Para antropólogos y etnólogos, a partir de sus investigaciones y experiencias con pueblos primitivos, la identidad está dada por una actitud simultanea de pertenencia y de oposición (etnocentrismo) que implica una calificación positiva hacia lo propio y de calificación negativa hacia lo extraño, lo extranjero. Hay un sentimiento profundo de oposición entre “nosotros” y “ellos”, es la explicación y la distancia que hay entre el totemismo y el canibalismo. La identidad se da a partir de un centro o eje común, un origen común y un principio propio benefactor (mitología); se arranca de una invariante (la esencia), definida por su permanencia, cohesión y homogeneidad. Todo etnocentrismo implica una definición positiva de identidad con respecto al propio grupo y una definición negativa-agresiva con respecto a los otros grupos y pueblos. De allí que los antropólogos han llegado a manejar la idea de que la cultura no sólo conecta espacios sino que su misión original era, a partir de las diferencias, desconectar espacios culturales justificando ideológicamente toda agresión, conquista y explotación.
Hoy esta tesis de la cultura como conexión-desconexión de espacios culturales adquiere enorme significado teórico-metodológico cuando se aplica al mundo contemporáneo con tendencia  a la unidimensionalidad y a constituirse como “aldea global”. El etnocentrismo, concepto básico para entender la realidad histórica, adquiere para los latinoamericanos importancia capital, ya que si algún pueblo ha sido víctima permanente de otros etnocentrismos hemos sido nosotros. Desde los orígenes se nos ha visto y definido esencialmente desde afuera, verdadera “capitis deminutio” histórica. Fuimos inventados y disminuidos por uno de los etnocentrismos más avasallantes y agresivos que han existido. Fuimos y somos percibidos esencialmente, a partir de un tremendo complejo de superioridad que a su vez implica y propicia un tremendo complejo de inferioridad. Este es a nuestro juicio una de las claves para comprender nuestro proceso histórico. En nuestros pueblos se ha cultivado y desarrollado una inmadurez histórica que ha impedido vernos tal como hemos sido y somos (soy el que soy). Nos han y nos hemos definido siempre desde afuera, especialmente a partir de nuestras relaciones con Europa. Desde el mismo descubrimiento fuimos pueblos descalificados: subestimados históricamente y sobreestimados mitológicamente, eurocentrismo agresivo que hoy prolonga sus efectos en la llamada relación Norte-Sur. El eurocentrismo se configura de manera definitiva con la hegemonía de la llamada Europa Occidental, en los últimos siglos en su versión nord-atlántica, aunque sus orígenes son tan antiguos como la propia civilización occidental. Para el griego del mundo Herodoto todo lo no griego por definición es lo “no civilizado”, es decir, “bárbaro”; igual denominación utilizarán los romanos para designar a los pueblos rivales y no sometidos, especialmente a los pueblos del norte y noreste europeo. Bárbaros son los pueblos primitivos e ignotos, es decir lo extraño, lo extranjero en general, a quienes se podía matar y esclavizar impunemente, casi como un mandato divino, lo que después será considerado como un mandato civilizatorio. En los albores de la llamada edad moderna, los antiguos bárbaros de origen germánico, constituyendo vigorosas y agresivas nacionalidades europeas, utilizarán el término “selvaggio”, habitante de la selva, para significar lo mismo, lo primitivo y bárbaro, para referirse a otros pueblos esencialmente no europeos.
En la época moderna, siglos XVI, XVII y XVIII, la Europa Occidental y noratlántica ubicará al resto del planeta en una situación de marginalidad histórica y de minusvalía: pueblos mestizos y de color, climas calientes, caracteres pasivos, débiles, crueles, propenso a todos los vicios, perezosos, inestables, imaginativos, sensuales, sumidos en todas las servidumbres y en todos los despotismos; en esta tipología racista y colonial fueron ubicados y descalificados pueblos y culturas tan diversos como judíos, árabes y eslavos, orientales, africanos y americanos.
En el siglo XIX y XX la tipología colonialista incluye nuevos pueblos y excluye otros, pero la mentalidad eurocéntrica sigue prevaleciendo en tanta gente que explica el éxito del nazi-fascismo así como las filosofías irracionalistas que todavía hoy atraviesan el mundo. La tentación etnocéntrica está siempre presente y constituye uno de los mayores peligros que asechan a la humanidad.
Para el mundo y la cultura europea así como para el llamado mundo occidental y con mas razón para los demás pueblos es tarea prioritaria denunciar el etnocentrismo como paso complementario a la descolonización, es necesario reconciliar al mundo contemporáneo con sus realidades objetivas. La historia mundial ya no es europea y a partir de 1945 los ejes y focos de la historia pasan por otros paralelos y meridianos.
Igualmente es necesario detectar y limitar otra supremacía con su consiguiente mito etnocéntrico: mesianismos, colonialismos e imperialismos tienen que ser expulsados de la historia. Hay que denunciar y combatir cualquier tipo de hegemonía como peligrosa y suicida para la humanidad. Los pueblos se necesitan y se buscan, vivimos el alborear de una época cada vez más integrada y solidaria: por primera vez todos los seres humanos compartimos un temor común, no la mera angustia por nuestra finitud individual sino la conciencia angustiada frente a la posibilidad real del fin de la especie en un holocausto colectivo. Somos y nos percibimos eminentemente como humanidad.
En nuestro tiempo por primera vez han sido ensayadas inéditas formas de convivencia y organización a escala mundial; nuestra esperanza nos conduce a pensar que en la perspectiva de la larga duración es irreversible el proceso hacia una convivencia orgánica y armónica universal entre todos los pueblos de la tierra; uno de los pivotes de esa esperanza es la limitación de los etnocentrismos egoístas sustituidos por un policentrismo étnico-cultural creador; que la cultura deje de ser exclusión y se convierta en vínculo entre todos los pueblos, sin perder su carácter diferenciador y sus particularidades creadoras.
C.Levy Strauss, en 1952, en su trabajo “Raza e Historia” patrocinado por la UNESCO, expresaba los siguiente: “la genética moderna niega la noción puramente genética de raza; en todo caso, ninguna propiedad psicológica en particular se vincula a las razas; y por encima de todo, lo absurdo y peligroso del racismo estriba en que presupone inferioridades y superioridades y no simplemente diversidades y diferencias. De hecho el racismo no es mas que un caso particular de la desconfianza y el desprecio instintivo que resienten los hombres hacia aquellos que son exteriores a su grupo: racismo y xenofobia se separan tan solo por matices y grados, y esta última se agudiza únicamente cuando los signos materiales (rasgos físicos, lengua) permiten distinguir mejor los grupos. Las divisiones raciales, lingüísticas y culturales son, pues, realidades tangibles que combinadas con el instinto de grupo y de desconfianza hacia lo ‘extranjero’ constituyen factores de la división humana y son el terreno para las psicologías de guerra”.
De acuerdo con lo que llevamos dicho, lo que procede es intentar analizar algunas situaciones para terminar de delimitar el concepto de identidad[1].
La identidad tendrá, tal como hemos visto, una dimensión sincrónica, individual y una dimensión diacrónica, es decir, colectiva e histórica. Ahora bien, para que el concepto de identidad tenga valor metodológico y permita analizar situaciones es necesario “identificar la identidad” en un cuerpo histórico socio-cultural concreto.
Para lingüistas y semiólogos en general, la identidad no existe sino en cuanto lenguaje y representación, lo que nos conduciría en consecuencia a “identificar la identidad” esencialmente a través de arte y la literatura de un pueblo y de un época determinada.
La identidad asume diversas formas, de acuerdo a las ocasiones (tiempos históricos) igual como el individuo asume diversas identidades en su biografía personal, continuas o superpuestas, de tipo personal, social, religiosa, nacional, etc. Normalmente conviven una identidad religiosa y una social, aunque en un determinado momento pudieran llegar a oponerse. En América Latina esta identidad múltiple: étnica, religiosa, social tiende a subordinarse en general a un sentimiento generalizado de identidad nacional en detrimento de identidades mas amplias como la latinoamericana.
En un intento de aprehensión descriptiva de nuestra identidad podemos constatar que existe en América Latina un sentimiento generalizado de pertenencia a  una lengua, una cultura y una etnia, se asume esta identidad básica especialmente cuando conviven en el extranjero los diversos nacionales latinoamericanos y especialmente los Estados Unidos.
Hoy, un mejor conocimiento de nuestras realidades y sus complejidades, tiende a afirmar este sentimiento primario de identidad sobre realidades menos generales y mejor delimitadas en sus situaciones particulares: situaciones étnicas concretas y diferenciadas, como lo establece Darcy Ribeiro al hablar de tres categorías étnico-culturales referidas a América Latina[2]:
1.     Pueblos mestizos, tipo Brasil o Venezuela en donde la mezcla multirracial se ha llevado a cabo con mas o menos éxito.
2.     Pueblos en conflicto, en donde una mayoría poblacional de origen indígena convive subordinada o en conflicto o en una capa mestiza y un sector genéricamente denominado blanco, demográficamente minoritarios, como por ejemplo el caso de Bolivia, Guatemala, México, Ecuador o Perú.
3.     Pueblos mayoritariamente de origen blanco-europeo, como por ejemplo Argentina, el mismo Uruguay y hasta Costa Rica.

Si este tipo de clasificación se hace ya  no por países, sino por regiones, el mapa étnico-cultural de América se amplía y se complica de manera decisiva, con el peligro de confundir un sano y necesario regionalismo con la ideología “regionalista”, verdadero anacronismo histórico y fuente de múltiples y graves problemas. Una cosa es el particularismo étnico-cultural y geográfico, real y necesario y otra es la anarquía localista y la artificial autarquía cultural.
Lo importante en esta materia es identificar y precisar casos y situaciones en una perspectiva general y no generalizar y deformar.
Nosotros creemos que la identidad básica, histórica de América Latina es unitaria, americanista, pero entendido esto como un proceso basado en la diversidad, en donde ingentes y múltiples problemas restan a resolver, no en un a priori unitarista metafísico sino con un realismo político afincado en las sólidas bases unitarias de nuestra historia y si se quiere en mayor medida, en la necesidad histórica de un futuro económico-social que pasa ineluctable por la unidad de este continente, a partir de concertaciones y federaciones políticas, así como de integraciones económicas. En América  Latina es necesario acercar pueblos y regiones, experiencias culturales, desarrollar proyectos comunes a todos los niveles, ese es el “aceite” de la historia, si se me permite la expresión, que facilitará el tránsito entre una unidad mítica y una unidad real, a construir y a conquistar.
América Latina en los grandes momentos de su historia siempre ha sido unitaria, subjetiva y culturalmente siempre se ha sentido unida. De allí que para nosotros identidad, unidad e historia se confunden.
Fuimos convocados para hablar de identidad e integración, en mi abordaje del tema, inevitablemente lo hago como historiador, y precisamente por ello mismo la primera inquietud que surge es ¿en qué idiomas vamos a hablar de Identidad e Integración?, porque son palabras que dependiendo del abordaje que hagamos de ellas pueden significar cualquier cosa. En este momento, por ejemplo, si nosotros tuviéramos el privilegio de tener al Presidente Chávez y su proyecto ALBA, y tuviéramos el privilegio de tener al Presidente Bush y el proyecto de Tratado de Libre Comercio para las Américas, estarían repitiendo infinidad de veces en su intervención las palabras integración e identidad y en ninguno de los dos casos estarían significando lo mismo. Si ambas palabras se asumen en su sentido geopolítico ambos discursos terminarían siendo antagónicos. Necesariamente tengo que  recurrir a la historia para tratar de definir el concepto de integración e identidad y tratar de llegar a alguna conclusión evidentemente no absoluta.
La integración es un proceso que siempre ha estado presente en  nuestros países desde la misma fundación de nuestras Repúblicas, pero tiene que ser asumido y entendido en lo términos propios de la época. El primer paso del camino de la integración es que deje de ser un discurso y se convierta en un proceso histórico concreto en función de la geopolítica, los intereses, la ideología y las mentalidades involucradas.
América Latina es una realidad en evolución y de cara al siglo XXI su realidad objetiva es que su destino histórico está vinculado inexorablemente a los intereses de la potencia dominante los Estaos Unidos y la potencia emergente el Brasil. Ningún proceso de integración o unidad puede ignorar estas dos realidades, de allí la dialéctica actual del ALCA vs ALBA, aunque estamos convencidos que en definitiva tenía razón Henry Kissinger, cuando afirmaba que, el futuro inmediato de América Latina y esto lo decía ya en los años 70’ del siglo XX, estará definido por los encuentros y desencuentros que pudieran tener Estados Unidos y Brasil. Los demás países unos más importantes geopolíticamente y otros menos importantes no podrán evitar ni evadir estas realidades geopolíticas.


[1] Levy Strauss, C. L’ identité. Grasset, París, 1977.
[2] Ribeiro, Darcy. Las Américas y la civilización. Centro Editor de América Latina; Buenos Aires, 1972.

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