domingo, 23 de mayo de 2010

Ningún poder es eterno

En todo sistema político se tienden a reproducir los tres momentos del poder: 1) La toma o conquista del poder (no importa la forma o la vía). 2) La permanencia en el poder y 3) La herencia o sucesión en el poder. Toda la teoría política moderna ha tratado de estudiar y entender estos momentos o situaciones al mismo tiempo que se ponía empeño en establecer la “fórmula” institucional que permitiera controlar y limitar el ejercicio del poder. De aquí surge la necesidad de la división y equilibrio de los poderes y la alternabilidad en el mismo.
En América Latina la experiencia más exitosa de esta fórmula ha sido la mejicana, que en el siglo XX estableció una verdadera dictadura o hegemonía de partido por más de 70 años y unas presidencias casi imperiales, pero reducidas a un lapso inexorable de 6 años, ya que no era permitido la reelección bajo ninguna circunstancia, aunque el presidente saliente prácticamente decidía sobre el candidato sucesor.
Varios casos aberrantes de dictadura de largo plazo ha padecido latinoamérica en el siglo XX y casi en todos nuestros países han vivido la experiencia. En Venezuela tuvimos una tiranía de larga duración, como fue el caso de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez. Marcos Pérez Jiménez dictador militar se convierte en el hombre fuerte desde 1945 hasta su expulsión del poder en Enero de 1958.
Cuba, se ha convertido en el símbolo y el referente más largo de una dictadura de larga duración, con más de medio siglo de régimen autocrático y anacrónico. Haiti, Nicaragua y República Dominicana en su momento fueron referencias obligadas de unas largas, despiadadas y primitivas dictaduras, como lo fueron las de Duvalier, los Somoza y Trujillo respectivamente.
En Brasil y en Cono Sur, se vivieron décadas de dictaduras militares, algunas personalizadas como la de Argentina de Perón y la de Chile con Pinochet.
La tentación totalitaria siempre está presente en la accidentada historia humana especialmente en momentos de crisis cuando todo el tejido social se contamina de miedo y desorientación. De cara al siglo XXI no hay fortaleza mayor para un país que prevenir a tiempo estas desviaciones autocráticas a través de las reformas oportunas y las garantías ciertas de un sistema electoral e institucional que permita la alternabilidad y la división efectiva de los poderes.

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