El Mundo
Antiguo y toda comunidad humana en el tiempo tiene sus fundamentos en un cuerpo
de creencias sobre las preguntas fundamentales que se formulan los seres
humanos en todos los tiempos.
Sobre el origen y el fin de los mortales
y sobre el ser o existencia de todas las cosas.
Es lo que
explica la existencia de los mitos y símbolos en todas las culturas y la
existencia y pervivencia de las diversas religiones y filosofías en términos estrictamente
antropológico-cultural y socio-histórico.
La
modernidad, cediendo al pecado del orgullo, pretendió “matar a Dios” y
entronizar a la diosa “Razón” como ocurrió en la Revolución Francesa
y en el primer caso con la Revolución Rusa,
al declararse oficialmente atea.
El resultado
de todo ello fue que en el siglo XX tuvimos un siglo sin Dios y sin Razón, por
la cantidad de violencia y atrocidades cometidas contra el propio ser humano y
la humanidad en su conjunto. De allí nuestra convicción con respecto al siglo
XXI que este tiempo necesariamente debe recuperar plenamente, en términos
históricos, a Dios y a la Razón,
de allí el planteamiento urgente de subordinar Ciencia, Política y Economía a
la Ética, que los seres humanos volvamos a servir a los seres humanos, que nos
empeñemos de verdad en una civilización del diálogo, a partir de nuestra
especificidad y una civilización del amor, que forja límites a nuestro egoísmo
y potencia todo aquello que beneficia realmente a nuestros semejantes.
El ateísmo
absoluto (Dios ha muerto) no existe, este, es un grito de juventud o de
impotencia y miedo. En el fondo todo ser humano en algún momento es un huérfano
y una víctima.
La ira, el
odio, la rabia, la envidia son signos de debilidad, desorientación y
desesperanza, de allí la grandeza de Cristo, el manso, el cordero, sacrificado
para redimir a todos los seres humanos sin distingos de ningún tipo.
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